Cooke, Ortega Peña, Duhalde: el derecho y la revolución
Para estar claros desde el comienzo, es preciso señalar que este trabajo no se centra en un análisis de las normas jurídicas, o del derecho como ciencia, sino que toma como centro de estudio y discusión la actividad de tres personajes de nuestra historia reciente, más reconocidos en el campo de la política que en el del derecho, pero que en distintos momentos llevaron adelante acciones en las que con distintas prácticas jurídicas, relacionadas también con los distintos poderes del Estado, en las que aparece la utilización del derecho como herramienta de transformación social.
Ello porque si desde el punto de vista de las corrientes clásicas del derecho, el objeto de la filosofía del derecho es el estudio de las cuestiones filosóficas planteadas por el hecho jurídico, por la existencia y la práctica de las normas[1], para estas líneas preferimos las definiciones de Norberto Bobbio, que plantea cuatro campos de estudio de la filosofía del derecho: el primero, constituido por las propuestas de reforma social, elaboradas conforme máximas que establecen los principios de la conducta de los seres humanos en la sociedad (Teoría de la Justicia); en el segundo, se encuentran los análisis y las definiciones de los principios generales del derecho que resultan comunes a todos los ordenamientos jurídicos (Teoría General del Derecho); el tercero se dedica a estudiar al derecho como fenómeno social, su evolución histórica y la relación entre la sociedad y el Derecho (Sociología Jurídica); y el cuarto y último estudia la interpretación y la formulación de las normas jurídicas, y la relación existente entre el derecho y otras ciencias (Metodología Jurídica)[2].
No se pretende abarcar los cuatro campos que planteó el ilustre pensador italiano. A los efectos de este trabajo, creemos que, si buceamos en el pasado reciente con lo que Bobbio define como Teoría de la Justicia como principio orientador, podemos encontrar claves que ayuden en la tarea de construcción de un nuevo modelo político, jurídico y social superador de las graves dificultades que viene padeciendo la vida de las y los habitantes de la Argentina.
Es que la historia de un país, de sus instituciones, puede estudiarse poniendo como objeto de ese estudio a los personajes que en un modo u otro fueron protagonistas de su tiempo y a la ideología que sustentó su obrar. La ideología se traduce en todos los aspectos que hacen a la consolidación de la hegemonía y a la constitución de un bloque histórico, puesto que, como señala Hughes Portelli citando a Gramsci “En apariencia independientes, las distintas ramas de la ideología no son más que los diferentes aspectos de un mismo todo: la concepción del mundo de la clase fundamental”[3]. Así que pensar la historia de cualquier país es pensar la ideología de sus clases dominantes, pero también lo es la de quienes se opusieron a ese dominio y quisieron transformar la realidad que les tocó transitar.
En esa concepción de la historia, el derecho -que es producto de la ideología dominante-, se concibe como el conjunto de normas que imponen reglas de conducta cuyo incumplimiento trae aparejada la sanción estatal, esto es como una herramienta de disciplinamiento social mediante la cual las clases dominantes pretenden mantener un determinado orden social, político y económico. Señalamos que se trata de un producto ideológico, toda vez que la ideología se traduce en todos los aspectos que hacen a la consolidación de la hegemonía y a la constitución de un bloque histórico. De esa concepción se nutre el derecho positivo, para algunos el único derecho existente.
De allí que quienes pretenden cambiar la sociedad, necesariamente deben pensar en un nuevo orden jurídico que refleje y propicie esos cambios.
En ese sentido, las figuras de John William Cooke, Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde representaron, en su actuación, el esfuerzo de construcción de una contrahegemonía que buscaba transformar a la sociedad, poniendo en el centro de la escena a las clases postergadas. Los tres fueron hombres de formación jurídica (aunque excedieron largamente la clasificación como “hombres del derecho”), y en las distintas etapas que les tocó protagonizar, pensaron y actuaron un modo distinto de concepción jurídica. Interesa no detallar todos los aspectos de sus trayectorias, sino momentos en los que unieron en una praxis vital y dinámica, el derecho y la revolución. Importa asimismo indicar que cada momento corresponde a una de las funciones del Estado. Así, de Cooke se analiza su función como legislador; Ortega Peña y Duhalde se plantaron frente al Poder Judicial, reclamándole que cumpliera su función de administrar justicia en tiempos en que golpes de Estado, gobiernos nacidos de la proscripción política y dictaduras avasallaban derechos y garantías; y finalmente, Duhalde es quien desde el Ejecutivo construyó una política pública que tuvo a los derechos humanos como su centro.
John William Cooke fue protagonista vital de los profundos cambios que el peronismo produjo en la sociedad argentina. Recibido de abogado en 1943, en 1946 resultó electo diputado y pronto, pese a su juventud, se transformó en una de las primeras espadas de la bancada oficialista. Señaló con razón Eduardo Luis Duhalde que “La incidencia político intelectual de Cooke a partir de 1946 y durante tres décadas trasciende en mucho su acción personal y su propia vida física, extinguida en 1968. Como sucediera con Juan Bautista Alberdi en el siglo XIX, su época está fuertemente inficionada por su modo de ver la realidad: tanto en quienes coinciden con su pensamiento como en quienes disienten y combaten sus perspectivas. Curiosa simetría de dos de los intelectuales políticos más notables y vigorosos que ha dado la Argentina y que al mismo tiempo carecieron de condiciones naturales -y hasta de deseos-, de encabezar o de disputar el liderazgo del proyecto político nacional en que estuvieron inmersos hasta los tuétanos”[4].
Como al ilustre tucumano, tocó a Cooke promover un nuevo programa de vida en común para los argentinos: fue el autor del proyecto de ley que impulsó la reforma constitucional que se concretó en 1949.
No fue, por cierto, el único proyecto de ley que promovió para crear la nueva legalidad que el proceso de cambios iniciado en febrero de 1946 necesitaba para consolidar un nuevo modelo de país. Un repaso de los principales resulta ilustrativo de aquella tarea que Cooke emprendió entre 1946 y 1952: derogación de la “ley de residencia”, 4144; represión de actos de monopolio o tendientes al monopolio; créditos de ayuda y fomento a editoriales argentinas; revisión de tratados relativos a la internacionalización de los ríos argentinos; participación en el debate sobre la expropiación del diario “La Prensa”, entre muchos otros.
Pero es el proyecto de reforma de la Constitución Nacional el que mejor refleja ese afán de Cooke de construir bases sólidas para el proceso que en aquellos momentos, juzgaba revolucionario por implicar cambios profundos en la estructura de poder de la Argentina. Diría al defender el proyecto en la Cámara de Diputados: “Esto es una revolución, aunque no trastrueque valores jurídicos, aunque no arrase con las instituciones argentinas. Con que hiciese cumplir la Constitución, ya hubiese sido una revolución; pero no podía detenerse ahí, porque tenía el ímpetu necesario para ir hacia los grandes planteos nacionales”[5]. Y sentó con claridad en dónde buscaba sus raíces: “Esta revolución es típicamente americana; fuera de esa tipicidad americana, no hubiese sido una revolución. Es revolución, en cuanto expresa valores nacionales, en cuanto radica en los deseos y esperanzas de la masa argentina, en cuanto tiene como consignas no los conceptos europeos del siglo XVIII ni los sofismas del siglo XIX, sino que sigue las premisas rigurosas de todo movimiento liberador en Iberoamérica: la reconquista económica, la liberación nacional, el afianzamiento de sus propios valores espirituales y morales”[6].
Conviene repasar en qué circunstancias se produjo el proyecto reformista. El mundo buscaba reponerse de la tragedia que constituyó la Segunda Guerra Mundial, pero al mismo tiempo emergía un nuevo tipo de contienda que enfrentaba a los hasta poco tiempo antes aliados. La Declaración Universal de los Derechos Humanos, del 10 de diciembre de 1948 -y su antecesora en meses, la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre-, pretendían sentar las bases de un orden tanto universal como regional que se basara en el respeto a la dignidad humana. Por otra parte, el peronismo surgía como un modelo que se definía como diferente a los dos bloques que se disputaban el poder -la tercera posición-, y que empoderaba a los trabajadores como protagonistas decisivos de la escena política, al tiempo que completaba el ciclo iniciado con la Ley Sáenz Peña de 1912 al reconocer el derecho al sufragio para las mujeres. Ese peronismo se sentía revolucionario, en el sentido que impulsaba cambios profundos en lo que hasta entonces habían sido las estructuras de poder en la Argentina. Por ende, como todo movimiento revolucionario necesitaba crear su propia legalidad, partiendo de la norma fundamental. Dijo Cooke al finalizar su defensa del proyecto de reforma: “Nosotros somos la vida en el proceso histórico argentino y estamos plantados tranquilamente frente al porvenir, extrayendo enseñanzas del pasado que sabemos que condiciona nuestro presente, que sabemos que nos crea obligaciones para el porvenir. Pero creemos que ha llegado el momento de plasmar la realidad social argentina de un país económicamente libre, políticamente soberano, socialmente justo. Cuando hagamos eso, la Convención Constituyente ha de adaptar la máxima ordenación jurídica de nuestra realidad”[7].
Cooke era un profundo conocedor no solo de la historia argentina, sino también de su ordenamiento jurídico y de lo que había sido su política económica (era profesor de Economía Política en la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires). En ese conocimiento encontraba los argumentos que le permitían analizar la realidad que se vivía, y proponer los cambios que se precisaban. Entendía el derecho como una herramienta que posibilitaba la concreción de los objetivos que se había fijado el peronismo, al que definía y entendía, como se señalara, como un movimiento revolucionario y emancipador. No disociaba el pensamiento de la acción, uniendo ambos en una filosofía de la praxis que en esa etapa de su vida, se desplegaba fundamentalmente en la acción parlamentaria, de la cual el proyecto de reforma constitucional constituía su máxima expresión, en tanto y en cuanto la nueva norma fundamental que se buscaba nutriría el nuevo ordenamiento jurídico que necesariamente debería consolidarse, una vez sancionada la nueva Constitución.
Este primer Cooke pensaba posible y necesaria, desde un movimiento que lo tuvo como uno de sus principales pensadores, la construcción de un nuevo orden jurídico que, enraizado en la historia nacional, plasmase un porvenir superador. Todavía creía que la revolución era posible dentro de los cauces de la democracia formal burguesa. Los hechos posteriores lo llevarían por otros cauces: la caída del peronismo en 1955, la abrogación de la Constitución de 1949 por un bando militar, la imposibilidad de recuperar el poder fuera por la vía insurreccional, por el acuerdo con otros sectores políticos (el pacto Perón-Frondizi), o por la creación de partidos “neoperonistas” lo convencieron de que era necesario el triunfo de la revolución social como condición previa para establecer ese nuevo orden. Los fracasos de los gobiernos de Frondizi e Illia (ambos nacidos bajo el estigma de la proscripción del peronismo) y la recurrencia al golpe de estado que acuñaba la nueva fórmula de la “seguridad nacional” creada en los Estados Unidos como justificante de su desembozada intervención en la política iberoamericana, le daban la razón: ni siquiera la legalidad seudodemocrática daba garantías para otro tipo de acción política. En sus palabras, “hoy el sistema democrático tampoco asegura la hegemonía burguesa en el Estado como en los capitalismos avanzados, así que hay que suprimirlo para eso se ha recurrido a las FF AA para que ‘despoliticen’. En realidad, no ha ocurrido otra cosa que una aceleración y agudización de la política bajo la forma mistificadora de la apoliticidad … Ahora, en nombre de la libertad, las FF AA nos quitan la libertad a todos”[8].
Rodolfo Ortega Peña y Eduardo Luis Duhalde, que conocieron a Cooke y fueron sus amigos y compañeros, también usaron al derecho en su praxis política. Pero ya no eran los tiempos del peronismo en el gobierno sino de la resistencia. De modo que recurrieron a su profesión de abogados para la defensa de los marginados, de los perseguidos, de los resistentes. Si el accionar de Cooke que se analizara, se había desarrollado en el ámbito del Poder Legislativo, Ortega Peña y Duhalde se desempeñaron frente al Poder Judicial. Sus tránsitos por la carrera de Derecho los mostraron como estudiantes que se destacaron y que asumieron protagonismo aún antes de recibirse de abogados, Ortega Peña con artículos de notable profundidad jurídica y Duhalde en la militancia gremial estudiantil. La práctica del derecho los uniría en un accionar común que pronto trascendería los límites de la abogacía para abarcar un complejo universo que incluyó en una primera etapa el asesoramiento de importantes organizaciones sindicales -incluida la CGT-, y la defensa de trabajadores y dirigentes del movimiento obrero. Representaron más de 25 gremios y actuaron en más de dos mil juicios laborales mientras publicaban notas en diversos periódicos y revistas, y comenzaban a asumir la defensa de presos políticos y sociales. Aunque ambos habían militado antes en experiencias de la izquierda, se asumieron como parte del peronismo revolucionario en el que participaron activamente, lo que los llevó a preocuparse, paralelamente a su praxis como abogados, de la formación de los grupos que actuaban en la resistencia y de aquellos que se iban integrando al peronismo. Esta preocupación por la formación se expresaba también en una prolífica tarea como historiadores, desplegada en numerosos libros que trabajaron en conjunto, constituyendo un fenómeno único en la narrativa histórica y política que no registra casos similares de una escritura conjunta en la cual no pueden diferenciarse los aportes de cada uno sino que sus trabajos poseen una unidad no solo conceptual sino también del lenguaje. Sumaron a esto la creación de la editorial Sudestada, desde la que publicaron no solamente sus trabajos sino los de muchos historiadores y políticos del nacionalismo popular.
Esa búsqueda de lograr descifrar las claves del pasado para encontrar en ellas material para transformar el presente, no estuvo exenta de un análisis que era tributario de su formación como juristas: sus obras enjuiciaban a los actores de la historia y no eludían la condena para aquellos que consideraban responsables de las derrotas de la causa popular. Fueron los primeros en describir con precisión la tragedia de Navarro: no se trataba simplemente de la muerte de Manuel Dorrego sino de su asesinato, ejecutado por Juan Lavalle pero instigado desde las sombras por el grupo unitario. Como si fueran los fiscales de un juicio señalaron con precisión todo el itinerario criminal, desde la decisión de levantarse en armas contra el gobierno legítimo hasta el mandato de los jefes civiles para que el mandatario federal fuese asesinado, tarea cumplida aquel fatídico 14 de diciembre de 1828.
Pero fue en la desaparición de Felipe Vallese donde Ortega Peña y Duhalde encontraron una definición que marcaría su derrotero posterior como abogados enfrentados al régimen. El joven obrero metalúrgico, secuestrado el 23 de agosto de 1962, se transformaría en el hecho que marcaría los enfrentamientos políticos del futuro y la represión que se desataría sobre los sectores populares. Ortega Peña y Duhalde advirtieron que la desaparición de Vallese no era un hecho represivo más, sino que constituía un hito fundamental que no debía dejarse caer en el olvido. Diría Duhalde cuarenta años después de los hechos: “Conocimientos contrapuestos: el de la represión y el crimen por un lado, y el de la resistencia y lucha por los derechos fundamentales por el otro. Contradanza dramática de la memoria y el olvido reglado como saberes en pugna”[9].
En el trabajo que realizaron en 1965, a dos años de la desaparición de Vallese, señalaron que el caso demostraba no solo la violencia del sistema, como mecanismo de disciplinamiento social, sino la compleja trama de responsabilidades que la investigación del hecho dejaba a la vista, que abarcaba desde las fuerzas de seguridad a los magistrados judiciales y los funcionarios gubernamentales: “Los hilos que van uniendo esas responsabilidades son el silencio, la complicidad activa, la ineficacia, la indiferencia, la incredulidad”[10]. De allí que asumieran como tarea fundamental que les cabía como hombres del derecho (aunque sus trayectorias excedieran con mucho ese encasillamiento) la denuncia de esos hechos y la defensa de sus víctimas, sin hacer distingos entre los que provenían de una u otra fuerza política.
Esa asunción de sus tareas como abogados coincidió con el nuevo quiebre del orden institucional. La dictadura que encabezó Juan Carlos Onganía y continuaron Roberto Marcelo Levingston y Alejandro Agustín Lanusse marcó el ascenso de la actividad represiva, en un país ocupado por las Fuerzas Armadas donde el Congreso estaba disuelto, la actividad de los partidos políticos prohibida, y los magistrados del Poder Judicial eran reemplazados por otros que consentían poner los objetivos básicos de la que autodenominaban “Revolución Argentina” por sobre la propia Constitución Nacional. El camino que emprendieron acompañó la resistencia popular encarnada en distintos frentes que brotaron luego de una primera quietud que la violencia dictatorial pronto sacudiría: la CGT de los Argentinos, el Cordobazo y sus secuelas en otras ciudades, y la aparición de las organizaciones que enfrentaron esa violencia que usaba los aparatos del estado con la violencia popular.
La perversión del orden jurídico no se limitó a esa subordinación de la Ley Fundamental al estatuto dictatorial. Abandonado todo pretexto formal, la dictadura llamó “leyes” a sus mandatos, equiparándolos con el producto de la actividad parlamentaria. Y en esas así llamadas “leyes” buscó basar una nueva legalidad, que culminó con la creación de la Cámara Federal en lo Penal como un órgano judicial con competencia en todo el territorio del país y destinado exclusivamente al juzgamiento de los denominados “subversivos”.
Frente a ese órgano judicial, más propiamente una comisión especial de las prohibidas por la Constitución, fue donde Ortega Peña y Duhalde, junto con muchos otros juristas comprometidos con la búsqueda de una justicia real y no ficticia, libraron muchas de sus mejores batallas. No porque creyeran que el ejercicio de un derecho de defensa menoscabado y groseramente ignorado por los integrantes del tribunal al que el ingenio popular denominó “Camarón” pudiera dar frutos en la libertad de la mayoría de sus asistidos, sino porque estaban convencidos que con su actividad jurídica ponían de manifiesto que la propia “legalidad” construida por la dictadura era violada cotidianamente por sus mismos constructores, tarea en la cual eran entusiastamente acompañados por muchos de los juristas de más prestigio.
Señaló Duhalde con absoluta precisión que “el conflicto social aparece desplazado al escenario judicial. La batalla por un derecho que no esté al servicio del modelo represivo adquiere toda su dramaticidad en la lucha contra un uso funcional del derecho como técnica de dominación. La estructura del discurso jurídico, que articula diversos niveles, encubre, desplaza y distorsiona el lugar del conflicto social y permite al derecho a instalarse como legitimador del poder, al que disfraza y torna neutral”[11].
Ambos conocían el derecho no solo en la faz práctica de su ejercicio profesional, sino en su producción científica. Por caso, Ortega Peña había planteado como punto central de su tesis doctoral (nunca completada) el análisis de la Teoría Egológica del Derecho que enunciara Carlos Cossio. Ello porque la idea de analizar al derecho no solo como la norma positivizada, sino en su faz sociológica y con el cartabón de valores que no podían ser ignorados les resultaba atractiva, en tanto cuestionaba el discurso jurídico predominante. Más allá de algunas diferencias con las posturas de Cossio, Duhalde y Ortega Peña entendían que en todo hecho o relación jurídica no solo debía examinarse la norma aplicable, sino el contexto social en que se habían producido esos hechos y relaciones, y todo ello desde una perspectiva axiológica dada por los derechos humanos. Porque en definitiva, lo que habían llegado a comprender era que la vigencia plena de esos derechos fundamentales consagrados en Declaraciones y Pactos Internacionales (la mayoría de los cuales la Argentina no había firmado ni ratificado, por el desprecio que provocaban en las autoridades dictatoriales) solo podía producirse tras un cambio profundo de las estructuras políticas, económicas y sociales del país: un cambio revolucionario al que pretendían contribuir.
No se trataba, por otra parte, de esfuerzos aislados o de luchadores solitarios. La defensa de los derechos vulnerados se entendía como una tarea colectiva en la que confluían abogados provenientes de distintos orígenes, que dieron origen a una de las experiencias más ricas de la práctica profesional: la Asociación Gremial de Abogados, de la cual Duhalde y Ortega Peña fueron destacados miembros. Uno de los abogados que la integraron expresó que: “La abogacía históricamente ha estado ligada a perpetuar el sistema de reproducción material de la existencia a favor de los poderosos, de los ricos, pasa a tener un papel muy importante en la defensa de la defensa en general de la vida y de la dignidad de la vida. Y las instituciones tradicionales en donde se asociaban los abogados no se animan a enfrentar el auge autoritario de la dictadura militar de la época. La necesidad impulsa a un grupo de abogados entre los que me encuentro a tener un espacio que nos ayudara en la defensa de las libertades públicas, de los presos políticos, los sectores más castigados de la sociedad, sectores históricamente marginados o trabajadores que se estaban dando nuevas formas de organización y estaban generando nuevos métodos de lucha”[12].
El manifiesto que dieran en la reunión celebrada entre los días 17 y 20 de agosto de 1972, puesta bajo el nombre de Néstor Martins -uno de los abogados víctima del accionar represivo en diciembre de 1970-, en la que participaron trescientos cincuenta letrados de todo el país, expresaba los fundamentos de esa nueva forma de encarar el derecho: “En la República Argentina no existen siquiera vestigios del denominado ‘estado de derecho’. Los derechos humanos son violados e ignorados por la legislación, la jurisprudencia y la práctica represiva. La dictadura militar que detenta el poder desde hace seis años, luego de un anterior período institucional viciado por fraudes y proscripciones, ejerce el gobierno en forma discrecional y carente de todo contralor. Su base de sustentación es la minoría oligárquica y antinacional y se mantiene con el único fundamento de su fuerza armada (militar y policial del Estado). La Justicia del Sistema, con algunas excepciones, se ha convertido en una siniestra farsa. La creación de inconstitucionales tribunales especiales ha transformado la defensa de centenares de prisioneros políticos en esfuerzo prácticamente inútil, en la mayoría de los casos”. Y concluían sosteniendo que “La Reunión Nacional de Abogados es consciente de que sólo el acceso del pueblo al poder podrá transformar en profundidad las estructuras económico-sociales anacrónicas que imponen la dependencia y la explotación de los trabajadores. Surgirá así el nuevo derecho que enmarcará las relaciones socioeconómicas, culturales y políticas del hombre nuevo, en una sociedad sin explotadores ni explotados en la cual los abogados no serviremos como instrumento de la opresión interna ni de la dependencia internacional”[13].
Pocos días después, el asesinato de militantes presos en la Base Almirante Zar, en Trelew, mostraría la respuesta que el “sistema” contra el que dirigían sus esfuerzos tenía preparada para sostenerse en el poder. Duhalde y Ortega Peña, junto con otros abogados de la Gremial, fueron en alguna medida protagonistas impotentes de los hechos, que comenzaron con la fuga de seis dirigentes de las organizaciones armadas que se encontraban detenidos en el penal de Rawson, mientras que otros diecinueve fueron recapturados. Esos diecinueve presos fueron fusilados el 22 de agosto de 1972. Dieciséis fallecieron, y los tres restantes sufrieron heridas de gravedad[14]. Los abogados, que al producirse la nueva detención de los diecinueve habían viajado a Trelew para tratar de garantizar la vida de sus defendidos, recibieron la negativa de las autoridades judiciales intervinientes que se negaron a recibirlos y a tomar las medidas que hubieran evitado la masacre. Señalaría Duhalde años más tarde que allí se encuentra la piedra fundacional del terrorismo de Estado, indicando como características de los hechos la pedagogía del terror, la no asunción de la autoría, el pacto de sangre, la aplicación de la “ley de fugas” y la política genocida[15].
La posterior victoria del peronismo en las elecciones de marzo de 1973 y el frustrado gobierno de Héctor Cámpora fueron sucesos en los que Duhalde y Ortega Peña participaron activamente, asumiendo cargos en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires, donde fueron docentes de la materia Historia del Derecho desde la cual utilizaron novedosos métodos pedagógicos[16]. La caída de Cámpora y el reemplazo de Rodolfo Puiggrós como rector de la UBA y de Mario Kestelboim como Decano de la Facultad de Derecho llevaron a sus alejamientos de los cargos. Ortega Peña asumiría como diputado nacional en marzo de 1974, tras la renuncia de un grupo de diputados que representaban a la Juventud Peronista. En su juramento afirmó que la sangre derramada no sería negociada. Desplegó una intensa actividad en el breve lapso que ocupó la banca, interrumpido por su asesinato a manos de la organización parapolicial “Triple A” el 31 de julio de 1974. Duhalde pasó a la clandestinidad y de allí al exilio, tras el golpe genocida del 24 de marzo de 1976. Desempeñaría un notable papel en la denuncia internacional de los crímenes del Estado terrorista, en su rol de presidente de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU).
El tercer momento escogido para el propósito de estas páginas tiene nuevamente como protagonista a Eduardo Luis Duhalde. Vuelto al país tras su exilio, su enorme vitalidad lo llevó a realizar múltiples emprendimientos: una editorial, la actividad política, la dirección de un periódico, la práctica docente esta vez como profesor titular de Derecho a la Información en la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, la publicación de varios libros y la reedición de otros con estudios ampliatorios, para luego ejercer la magistratura como Juez de Cámara en un Tribunal Oral en lo Criminal. Renunciaría a este cargo cuando sus convicciones políticas lo llevaron a participar activamente del proceso encabezado por Néstor Kirchner. Llegado este al gobierno el 25 de mayo de 2003, lo designó Secretario de Derechos Humanos. Desde ese cargo en el Poder Ejecutivo, Duhalde se ocupó de construir políticas públicas en la materia que hasta entonces prácticamente no existían.
Si bien técnicamente ubicada en el ámbito del Ministerio de Justicia y Derechos Humanos[17], la Secretaría actuó en coordinación con todos los Ministerios, a más de las tareas propias que le competían en la estructura del Ejecutivo. Ello fue así por dos motivos: por la decisión del Presidente Kirchner de que los derechos humanos constituyeran el “adn” de su acción de gobierno, y por la convicción de Duhalde de que los derechos humanos atravesaban todas las áreas de la administración, y en consecuencia, correspondía un accionar conjunto.
Duhalde creía imprescindible esta tarea, si es que se buscaba afianzar una democracia sólida. Las bases que posibilitarían este afianzamiento estaban en los derechos humanos. La reforma constitucional de 1994, con su discutible técnica legislativa, había sin embargo producido la incorporación, con jerarquía constitucional, de la mayoría de los instrumentos internacionales y regionales en materia de derechos humanos. Sin embargo, esta jerarquización no se había traducido en la adopción de políticas públicas que la llevaran a la práctica. Eso era lo que correspondía hacer.
La decisión del Presidente Kirchner de impulsar en el Congreso la declaración de nulidad de las leyes de punto final y obediencia debida, sancionada el mismo día en que se dotó de jerarquía constitucional a la Convención sobre Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad[18] sirvió para que una de las primeras políticas concretadas fuera la de intervenir activamente en el Proceso de Memoria, Verdad y Justicia. Duhalde sostenía que ello no solo era posible sino que resultaba necesario: sobre la impunidad, decía, no se construye democracia. Al mismo tiempo, que las causas ahora reactivadas al despejarse las trabas que imponían las funestas leyes del perdón tramitaran ante los juzgados y tribunales orales federales, sin crear estrados especiales o comisiones ad hoc, contribuiría a la consolidación de un Poder Judicial que incorporara la perspectiva de derechos humanos a su accionar y mejorara por ende su calidad institucional. Por último, es preciso recalcar que Duhalde entendía que el reclamo de acabar con la impunidad, sostenido largamente por los organismos de derechos humanos, formaba parte de la conciencia jurídica colectiva y exigía una respuesta contundente del Estado.
No fue un camino simple. Muchas de las organizaciones de derechos humanos se oponían a la presencia activa de la Secretaría de Derechos Humanos como parte en los juicios, esgrimiendo diversas razones. Algunos porque creían que la tarea de la Secretaría debía ceñirse a “la ejecución de una política eficiente para remover los serios obstáculos en el proceso de justicia” sin presentarse como parte, ya que consideraban “que el Estado cumple su rol de querellante en estos juicios por medio del Poder Judicial y a través del Ministerio Público Fiscal, y que no corresponde por tanto que lo haga por medio de la Secretaría, cuyas capacidades específicas se orientan o deberían orientarse a complementar el trabajo de la justicia y no a superponerse con él, de un modo simbólico e ineficaz”[19]. Otros porque sostenían que al ser el Estado el responsible de los crímenes cuyo juzgamiento se pretendía, no correspondía que una de sus oficinas actuara como parte querellante.
Contra esas opiniones (que por cierto eran minoritarias entre los organismos de Derechos Humanos, la mayoría de los cuales habían reclamado a la Secretaría su participación activa y la saludaron cuando se produjo), Duhalde utilizó argumentos de solidez jurídica, partiendo de una nueva concepción que partía de los fundamentos éticos del estado. Las opiniones contrarias demostraban que aún en el ámbito de los derechos humanos, todavía subsistían posiciones clásicas en cuanto al rol del Estado y sus poderes y el problema de la “continuidad jurídica” incluso en épocas de gobiernos no constitucionales. Esa idea, acuñada a partir de la Acordada de la Corte Suprema de Justicia de 1930 en relación a la toma del poder por Uriburu, tras el derrocamiento de Hipólito Yrigoyen, se correspondía con la llamada “doctrina de facto” que en definitiva justificaba el ejercicio del gobierno por las dictaduras en que las mismas detentaban la fuerza necesaria para hacerlo. Por consiguiente, los actos de las dictaduras gozaban de “legitimidad” y comprometían al Estado, aunque no fueran emanados de los órganos constitucionalmente aptos para llevarlos a cabo.
Contra esa idea, Duhalde sostenía que un Estado democrático no podía aceptarse como “continuador” de una dictadura, sin que por el contrario estaba éticamente obligado a la revisión completa de lo actuado en períodos de interrupción del mandato constitucional. Lo contrario sería admitir que daba lo mismo cualquier medio de acceso al poder, sin tomar en cuenta a la voluntad soberana del pueblo como única fuente legítima de ese poder. Como parte del cumplimiento de ese imperativo, estaba la obligación de la Secretaría de Derechos Humanos de presentarse ante los tribunales, en representación del Poder Ejecutivo (y no de todo el Estado), para impulsar el juzgamiento de los responsables de las violaciones de derechos humanos. La política de derechos humanos, si bien expresada primordialmente por la Secretaría, era común a todos los órganos del gobierno y en ese sentido, cada uno contribuía a su éxito, también en lo que hacía al proceso de Memoria, Verdad y Justicia. Cabe señalar que en la mayoría de los Ministerios se crearon áreas específicas de Derechos Humanos. Por ejemplo, la correspondiente al Ministerio de Defensa aportó documentación sobre el personal militar que actuó en aquellos años, no solo en relación a los ascensos que se proponían, sino en los destinos en que prestaron servicios, sus calificaciones y funciones y otros detalles que obraban en sus legajos, coordinando su actividad con la del Archivo Nacional de la Memoria, creado por impulso de Duhalde (que fue su primer presidente) en diciembre de 2003[20] y que pronto se convirtió en la principal fuente de información utilizada en los juicios.
Por otra parte, Duhalde sostenía que era distinto el rol de la Secretaría al de otros órganos estatales. El Ministerio Público Fiscal, con su organización extra poder dotada de autonomía desde la reforma de 1994, asumía la representación de la sociedad en el proceso penal, sin recibir órdenes ni instrucciones de ninguno de los poderes del Estado. Casi resultaba obvio señalar que al Poder Judicial le correspondía la función de administrar justicia, y a su jurisdicción se sometía la Secretaría como parte querellante, conforme los mecanismos procesales correspondientes. Cuando los obstáculos provenían del propio Poder Judicial (como los causados por magistrados que se oponían al progreso de los juicios y demoraban sin otro motivo resolver las cuestiones que se les planteaban), la Secretaría activaba los procedimientos constitucionales, a través de presentaciones ante el Consejo de la Magistratura o incluso denuncias penales si resultaba pertinente. Esa presencia activa de la Secretaría, en representación del Poder Ejecutivo, suscitó la atención internacional y fue motivo de múltiples elogios. Así, el Memorial de la Shoa, una de las instituciones más importantes en materia de estudios e investigaciones sobre el Holocausto, invitó a la Secretaría y a un grupo de magistrados a participar de su seminario “La Shoá y los genocidios o crímenes contra la humanidad del Siglo XX. ¿Qué enseñanzas para los juristas?” que se llevó a cabo en París del 1 al 5 de febrero de 2010. Ese mismo año la Secretaría fue convocada a exponer en las Naciones Unidas sobre las políticas de juzgamiento de crímenes de lesa humanidad llevadas a cabo por la Argentina frente a representantes de diversos países que se encontraban atravesando procesos de transición, con la presencia del Relator para Genocidio del organism internacional.
Pero la presencia en los juicios, sin duda significativa y de una enorme trascendencia institucional, no fue la única actividad en la que Duhalde comprometió sus esfuerzos como titular de la Secretaría de Derechos Humanos. Múltiples normas sancionadas por el Congreso tuvieron el impulso o la participación de la Secretaría con una preocupación general: que la perspectiva de derechos estuviera siempre presente. Señalamos como ejemplos de la producción legislativa en materia de derechos humanos, sin pretender agotar el catálogo, la ley de Migraciones (25.781), la ley 25.914 que estableció beneficios para las personas nacidas durante el cautiverio de sus madres, o que hubieran sufrido detención a causa de la de sus padres, hasta el fin de la dictadura; la ley de protección integral de los derechos de niños, niñas y adolescentes (26.061); la ley de financiamiento educativo (26.075); la ley que establece la Educación Sexual Integral (26.150); la ley que declara la emergencia en materia de tierras reclamadas por comunidades aborígenes (26.160); la ley de educación nacional (26.206); la ley de Prevención y sanción de la Trata de Personas y asistencia a sus víctimas (26.364); la ley de movilidad jubilatoria (26.417); la ley de servicios de comunicación audiovisual (26.522); la ley de despenalización de las calumnias e injurias (26.551); la ley de reforma del Banco Nacional de Datos Genéticos (26.548); la ley de matrimonio igualitario (26.618); y la ley de salud mental (26.657).
De esta manera, Duhalde buscó crear un ordenamiento jurídico sólido, imbuido de la perspectiva dada por los derechos humanos, acompañado por la presencia activa de la Secretaría en la promoción y defensa de esos derechos. Sabía que eso implicaba un giro copernicano en las políticas de Estado y en la propia concepción del derecho positivo, que para él debía abandonar su rol de mero disciplinador social para asumir nuevos paradigmas que incorporaran no solo los saberes propios de las ciencias jurídicas sino los de otras disciplinas y que permitieran de ese modo la concreción de los ideales de justicia en todas sus formas.
Este recorrido efectuado a través de las trayectorias de los protagonistas escogidos pretende reflejar una manera de pensar el derecho, no solo como reflexión sino como acción; al mismo tiempo, busca en precedentes históricos las razones que puedan fundar nuevas formas de asumir al derecho no solo en una perspectiva rígida que lo reduce a un ordenamiento escrito que debe acatarse literalmente, sino de una manera integral, que atienda a la idea de los derechos como facultades propias de los individuos y los grupos sociales, que surgen como deseo de justicia ante la existencia de necesidades (como lo señalara la frase atribuida a Eva Perón: donde existe una necesidad, hay un derecho). En estos tiempos, donde aparece como necesaria la construcción de un nuevo acuerdo que establezca el proyecto de vida en común que significa la Constitución, se torna necesario acudir a experiencias anteriores que buscaron en el derecho la herramienta útil para la transformación social, aun entendiendo que no lograron concretarse plenamente, y cómo construir un ordenamiento flexible, dinámico y basado en la idea fundamental de considerar a todas las personas como libres e iguales en dignidad y derechos, y trabajar para que ello no sea solo una consigna sino una realidad concreta.
[1] Dworkin, R. M. (comp.) (1980): La Filosofía del Derecho, México, Fondo de Cultura Económica, p. 7.
[2] Ver Bobbio, Norberto: Iusnaturalismo y Positivismo Jurídico, Prólogo de Luigi Ferrajoli, Editorial Trotta, Madrid, septiembre 2018
[3] Hughes Portelli: “Gramsci y el Bloque Histórico”, cuarta edición, Siglo XXI, Buenos Aires 1977, p. 18
[4] John William Cooke: “Obras Completas” Tomo I, Acción Parlamentaria, pág. 7. Compilador: Eduardo Luis Duhalde. Ed. Colihue, Buenos Aires, 2007
[5] Ídem, p. 176
[6] Ídem, p. 176
[7] Ídem, p. 178
[8] Roberto Baschetti: “John William Cooke: una historia de vida y lucha” en John William Cooke: “Obras Completas” Tomo IV, Artículos periodísticos, reportajes, cartas y documentos (1947-1959), pág. 20. Compilador: Eduardo Luis Duhalde. Ed. Colihue, Buenos Aires, 2010
[9] Duhalde, Eduardo Luis: “A 40 años, la lectura del crimen”, en Duhalde, Eduardo Luis y Ortega Peña, Rodolfo: “Felipe Vallese. Proceso al sistema”, p. 9, Ed. Punto Crítico, Buenos Aires 2003
[10] Duhalde, Eduardo Luis y Ortega Peña, Rodolfo: “Felipe Vallese. Proceso al sistema”, p. 165/166, Ed. Punto Crítico, Buenos Aires 2003
[11] Duhalde, Eduardo Luis: “A 40 años, la lectura del crimen”, en Duhalde, Eduardo Luis y Ortega Peña, Rodolfo: “Felipe Vallese. Proceso al sistema”, p. 118, Ed. Punto Crítico, Buenos Aires 2003
[12] Zito Lema, Vicente, entrevistado por Gloria Pagés en la edición del 26 de marzo de 2017 de La Izquierda Diario
[13] Citada en Kestelboim, Mario: “Una experiencia de militancia: la Asociación Gremial de Abogados”, Revista Peronismo y Socialismo Número 1, Buenos Aires septiembre de 1973
[14] Más tarde, los tres sobrevivientes resultaron víctimas de la dictadura genocida de 1976/1983
[15] Duhalde, Eduardo Luis: Prólogo, en Francisco Urondo: “Trelew. La Patria Fusilada”, p. 8/9, Ed. Contrapunto, Buenos Aires 1988
[16] Por ejemplo, tuvieron un elevado número de estudiantes, a los que hicieron asumir los roles de acusación y defensa en el proceso a Bartolomé Mitre
[17] El Ministerio se llamó, en algunos años, de Justicia, Seguridad y Derechos Humanos
[18] Leyes 25.779 y 25.778, respectivamente
[19] Todas las citas corresponden al Informe Anual 2008 del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS)
[20] Decreto 1259/2003