Argentina: Entre águilas y cóndores. La coordinación represiva
en la dictadura cívico militar de 1976-1983
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El camino hacia el Cóndor 
Tras el final de la segunda guerra mundial, América del Sur pasó a ser uno de los escenarios fundamentales de la guerra fría que enfrentó al bloque de naciones occidentales, encabezadas por los Estados Unidos de América, con los países del llamado socialismo real que lideraba la Unión Soviética. Como consecuencia de ello, Estados Unidos realizó los mayores esfuerzos por mantener su supremacía en lo que Theodore Roosevelt había denominado como “el patio trasero”. Así la experiencia de Getulio Vargas en Brasil terminaba con su suicidio en 1954, ese mismo año Jacobo Arbenz era derrocado en Guatemala, y en la Argentina ocurría la caída de Perón en 1955. La predominancia de gobiernos favorables a los intereses estadounidenses fue conmovida por el triunfo de la Revolución Cubana, consagrado el 1º de enero de 1959. La adopción del socialismo y la vocación de los cubanos por ayudar a otros movimientos revolucionarios, tuvieron como respuesta una concepción política que se dio en llamar la Doctrina de Seguridad Nacional, que se caracterizó por la definición de un enemigo común, el comunismo, que incluía las experiencias progresistas y populistas y que debía ser enfrentado por todos los medios. América era naturalmente considerada como parte del mundo “occidental y cristiano”, y para mantenerla en ese orden y dar estabilidad a ese encuadramiento se desarrollaron distintos métodos, encubiertos como programas de cooperación económica o de asistencia militar, mediante los cuales se fue forjando una dirigencia que fue funcional a la concepción norteamericana, y que no vaciló en instalar dictaduras civiles o militares para combatir al enemigo de izquierda, que eran juzgadas como necesarias para preservar la seguridad continental, según afirmaba el informe Rockefeller de 1969.

Este modelo generó resistencias y luchas en toda la región. A la triunfante revolución cubana se sumaron los ejemplos de Argelia y Vietnam, y más tarde el mayo francés de 1968 como también los movimientos jóvenes en los propios Estados Unidos, propiciando distintos caminos que tenían en común la condena de la sociedad capitalista, caracterizada como deshumanizadora y generadora de injusticias y marginaciones. 

Para conjurar la amenaza, la solución preferida fue la de optar por golpes militares, frente a la imposibilidad de lograr que los gobiernos electos por el voto popular pudieran contener los reclamos de cambio y el creciente descontento popular. Este remedio se extendió por los países del Cono Sur, durante las décadas de 1970 y 1980.

En Argentina, cuya estabilidad institucional se había quebrado con el golpe que derrocara a Juan Domingo Perón en septiembre de 1955, el ciclo posterior mostró la alternancia de dictaduras conducidas por los militares golpistas y gobiernos surgidos de elecciones condicionadas por la proscripción del peronismo, que recién volvería a ser habilitado para participar de los comicios en 1973.

Así, a la dictadura de la autodenominada Revolución Libertadora (1955-1958) –conducida primero por Eduardo Lonardi y luego por Pedro Eugenio Aramburu-, la sucedió el gobierno desarrollista de Arturo Frondizi, que había pactado con el exiliado Perón el apoyo de este a cambio de una serie de medidas tendientes a restaurar el orden constitucional y a permitir la plena participación política del peronismo. El incumplimiento de lo acordado, sumado a las presiones militares que se tradujeron en reiterados planteos, fueron deteriorando al gobierno, que vio cómo, en 1959, en las provincias del noroeste, hacía su aparición la primera experiencia guerrillera, que usó el nombre de Uturuncos. La crítica contra Frondizi, por haber recibido a Fidel Castro primero y luego a Ernesto Che Guevara, no pudo ser compensada por el apoyo que diera a la expulsión de Cuba de la OEA. Finalmente, la posibilidad otorgada a fracciones peronistas de participar en las elecciones de marzo de 1962, en las que se renovaba parcialmente el Congreso y se elegían gobernadores provinciales, terminó por agotar la paciencia militar, y pese a que Frondizi anuló las elecciones en las provincias en las que había triunfado el peronismo, el 28 de marzo de 1962 era derrocado y suplantado por José María Guido, por ese entonces presidente provisional del Senado.

El gobierno surgido de ese golpe convocó a nuevas elecciones en julio de 1963, con una nueva proscripción del peronismo. El triunfo de Arturo Illia, candidato del radicalismo del pueblo, permitió un período en el que el gobierno no recurrió al estado de sitio u otras medidas excepcionales. Sin embargo, el peronismo proscrito llevó adelante un plan de lucha conducido por la central sindical que incluyó la toma de más de cinco mil establecimientos. Perón intentó retornar al país, pero la presión del gobierno radical hizo que el gobierno brasileño lo obligara a retornar a su exilio español. Más tarde, en 1964, también en el noroeste argentino aparecía el Ejército Guerrillero del Pueblo, conducido por Jorge Ricardo Masetti, un periodista que colaboró con la revolución cubana fundando la Agencia de Noticias “Prensa Latina”. Las buenas intenciones de Illia no alcanzaron  como para consolidar una transición democrática. Pese a que la experiencia de Masetti y sus seguidores terminó en el fracaso, la negativa de Illia a recurrir al FMI y a colaborar con la invasión estadounidense a Santo Domingo, sumada a otras medidas no aceptables para la potencia hegemónica como la sanción de una ley de medicamentos opuesta a los intereses de la industria farmacológica de los países centrales, llevaron a un nuevo golpe militar. Huérfano de apoyo popular, el 28 de junio de 1966 Illia era derrocado y Juan Carlos Onganía, un militar que había anunciado la doctrina de la seguridad nacional en la V Conferencia de Ejércitos Americanos realizada en West Point en 1964, asumía el poder. La dictadura, que se nominó como Revolución Argentina, disolvió el parlamento, prohibió la actividad de los partidos políticos, reemplazó a los jueces constitucionales por otros que juraron por el Estatuto fundacional del golpe, impuesto como nueva ley suprema, intervino las universidades y sancionó leyes represivas. Poco a poco comenzaron a aparecer focos de oposición cada vez más decidida. El asesinato de Ernesto Guevara tras su captura cuando conducía una experiencia guerrillera en Bolivia, lejos de apaciguar la rebeldía popular la acrecentó. La figura del guerrillero heroico fue fuente de inspiración para miles de jóvenes que, viendo frustradas las experiencias de gobiernos surgidos del voto recurrieron a la lucha armada para enfrentar la violencia impuesta por los regímenes militares. Para 1968, se presentaban las Fuerzas Armadas Peronistas, que actuaron en las provincias de Tucumán, Santiago del Estero y Catamarca, al tiempo que se constituía una nueva experiencia sindical combativa, la CGT de los Argentinos. En 1969, grandes movilizaciones populares enfrentaron a las fuerzas represivas, uniendo a estudiantes y obreros. El Cordobazo del 29 de mayo de ese año tuvo réplicas en otras provincias, y en 1970, se producía una eclosión de organizaciones armadas: las Fuerzas Argentinas de Liberación (FAL), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP), las Fuerzas Armadas Revolucionarias (FAR) y los Montoneros llevaron adelante múltiples acciones contra la dictadura, la más notoria de ellas el secuestro y ejecución de Pedro Eugenio Aramburu por parte de los Montoneros, identificados con la vertiente revolucionaria del peronismo.

Onganía, incapaz de contener la creciente oposición pese al endurecimiento de la represión y a la creación de tribunales especiales para juzgar a los rebeldes, fue reemplazado por el general Roberto Marcelo Levingston, que hasta entonces se desempeñaba como agregado militar en los Estados Unidos. Levingston tampoco pudo acallar el descontento y terminó cediendo la presidencia al hombre fuerte del Ejército, Alejandro Agustín Lanusse. Con este se abrió un proceso que condujo al levantamiento de la proscripción del peronismo, al retorno de Perón el 17 de noviembre de 1972, y finalmente al triunfo del Frente Justicialista de Liberación (FREJULI) en los comicios del 11 de marzo de 1973.

Héctor J. Cámpora, el candidato bendecido por Perón, asumió la presidencia el 25 de mayo de 1973, acompañado por los presidentes socialistas de Chile –Salvador Allende- y de Cuba –Osvaldo Dorticós-, y como primera medida su gobierno dispuso la liberación de los presos políticos. Pero la experiencia camporista duró solo cuarenta y nueve días. El creciente enfrentamiento de la derecha con los sectores revolucionarios del peronismo, fue en aumento desde que los seguidores del secretario privado de Perón, José López Rega, a quien apodaban el Brujo y que había sido designado Ministro de Bienestar Social, encargados de garantizar la seguridad para el retorno definitivo de Perón, el 20 de junio de 1973, para impedir el avance de los grupos juveniles desataron una verdadera masacre que causó cerca de trescientas víctimas. Cámpora se vio obligado a renunciar, y tras un breve interregno donde la presidencia fue ejercida por Raúl Lastiri, yerno de López Rega, Perón asumía el 12 de octubre su tercer mandato tras triunfar en las elecciones celebradas el 23 de septiembre.

Pero a pesar del gran apoyo que concitaba el anciano líder, los enfrentamientos se agudizaron. Los sectores juveniles, reprendidos públicamente por Perón en su discurso del 1º de mayo de 1974, mostraron su descontento con el rumbo del gobierno retirándose masivamente de la Plaza de Mayo. Perón falleció el 1º de julio de ese año, siendo sucedido por su viuda María Estela Martínez, Isabelita, y a partir de allí la situación se deterioró cada vez más. Grupos parapoliciales auspiciados por López Rega que se identificaban como la Alianza Anticomunista Argentina (la Triple A), reivindicaron centenares de atentados contra militantes populares, desde el asesinato del diputado nacional Rodolfo Ortega Peña el 31 de julio de 1974. Las Fuerzas Armadas fueron asumiendo un fuerte protagonismo en la represión, hasta obtener que se les encomendara la aniquilación de la subversión, para lo cual se subordinaban las fuerzas de seguridad nacionales y de las provincias al mando militar. Pero el sometimiento del gobierno a las presiones militares no alcanzó y el 24 de marzo de 1976 se instalaba una nueva dictadura bajo el nombre de Proceso de Reorganización Nacional.

Al mismo tiempo, se daban gobiernos similares en el Cono Sur: Alfredo Stroessner, desde 1954 en el poder en Paraguay, encabezó la dictadura más prolongada, seguida por la instalada en Brasil cuando el 15 de abril de 1964 fue desalojado de la presidencia por Humberto Castelo Branco. Hugo Banzer Suárez se había encaramado en la presidencia de Bolivia el 21 de agosto de 1971. En Chile, la experiencia de Salvador Allende y su vía democrática al socialismo fue interrumpida a sangre y fuego por Augusto Pinochet, el 11 de septiembre de 1973, y ese mismo año, el 27 de junio, Juan María Bordaberry acordaba con las Fuerzas Armadas un golpe de estado que terminaba el proceso constitucional.

En ese contexto internacional, la cooperación entre los Estados y principalmente entre sus Fuerzas Armadas y de Seguridad fue constante, principalmente por la influencia que sobre todos ellos ejercían los Estados Unidos, con su Escuela de las Américas, establecida desde 1946 en Panamá, que entrenó a más de 60.000 militares latinoamericanos.

Sin embargo, pese a compartir la misma visión de la Seguridad Nacional, y la definición de un enemigo común identificado con los movimientos de izquierda, no existía un mecanismo que coordinara a nivel regional los esfuerzos represivos de los distintos regímenes dictatoriales.

Habían existido, eso sí, eventos criminales que suponían acuerdos entre los servicios de distintos países. Entre ellos, merece citarse el asesinato del General chileno Carlos Prats y su esposa Sara Cuthbert, acontecido en Buenos Aires el 30 de septiembre de 1974. En ese hecho actuaron diversos agentes de la DINA (Raúl Eduardo Iturriaga Neumann, Guillermo Humberto Salinas Torres, Pablo Belmar Labbé, Armando Fernández Larios, y  Juan Alberto Delmás Ramírez, que actuaron junto a Enrique Arancibia Clavel, destacado en la Argentina, y el estadounidense Michael Townley, los que, según surge de la causa judicial seguida en Argentina contra Arancibia Clavel, habrían contado con apoyo de servicios argentinos.

También en Buenos Aires, varios ciudadanos uruguayos fueron secuestrados y trasladados clandestinamente a su país: Antonio Viana Acosta, el 24 de febrero de 1974, en noviembre de ese mismo año, Héctor Brum, María de los Angeles Corbo de Brum, Graciela Estefanel, Floreal García, su esposa Mirtha Hernández de García y su hijo Amaral,  y Julio Abreu.

Igualmente, Jorge Isaac Fuentes, acusado de pertenecer al ERP, fue detenido en Argentina, entregado a la DINA en Paraguay y desde allí se lo llevó ilegalmente a Villa Grimaldi, uno de los Centros de Detención controlados por la DINA en Santiago de Chile, donde desapareció. (Ver Rettig Guisse, Raúl y otros; "Informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación". Texto oficial Completo. Publicado por el periódico "La Nación". 287 págs. Santiago de Chile 5 de marzo de 1991).

Ives Claudet Fernández, un ciudadano franco-chileno imputado de militar en el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) chileno, fue detenido y ejecutado por agentes de la DINA en 1975 en Buenos Aires.

El flujo de migrantes chilenos, simpatizantes del gobierno de Allende o militantes perseguidos por el régimen de Pinochet, que se dirigieron a la Argentina en busca de refugio, determinaron la colaboración de la DINA con los servicios represivos argentinos,  buscando neutralizar cualquier posible resistencia que se organizara contra la dictadura chilena. En julio de 1975, la DINA produjo la llamada Operación Colombo, que consistió en atribuir al MIR la ejecución de 119 desaparecidos chilenos (cien varones y diecinueve mujeres), secuestrados entre el 8 de julio de 1974 y el 20 de enero de 1975, lo que habría acontecido en territorio argentino según las noticias que publicaron el 23 y 24 de ese mes distintos diarios chilenos (El Mercurio, La Segunda y La Tercera), que citaron como fuentes a dos revistas, Lea, de Argentina y Novo O Día de Brasil, que luego se acreditó que fueron creadas para ese fin y nunca más se publicaron.

Según fuentes del Departamento de Estado norteamericano, ya "a principios de 1974, oficiales de seguridad de Argentina, Chile, Uruguay, Paraguay y Bolivia se reunieron en Buenos Aires para preparar acciones coordinadas en contra de blancos subversivos". (documento desclasificado, fechado el 23 de junio de 1976). Sin embargo, la fecha de nacimiento de la coordinación represiva sería en noviembre de 1975, por iniciativa del militar chileno  Manuel Contreras Sepúlveda, que había creado la Dirección de Inteligencia (o Informaciones) Nacional, más conocida por su sigla DINA, como un organismo ubicado por sobre los distintos servicios de inteligencia del estado y las fuerzas armadas y de seguridad chilenas, que tendría a su cargo la organización de la represión y la concentración de la información sobre las actividades de los opositores a la dictadura.

Contreras invitó a los jefes de los servicios de inteligencia de Argentina, Brasil, Bolivia, Paraguay y Uruguay a una reunión que se celebró el 25 de noviembre de 1975 en Santiago de Chile bajo el nombre de “Primera Reunión Interamericana de Inteligencia Nacional”  Allí se firmó un acta que establecía la conformación de un organismo llamado Cóndor.

El objetivo del acuerdo era el intercambio de información acerca de personas consideradas como elementos “subversivos” que residían en esos países, la cooperación para su vigilancia, persecución, detención y traslado a través de las fronteras nacionales, incluyendo el alojamiento en Centros Clandestinos de Detención, la aplicación de tormentos, el asesinato y la desaparición forzada de las víctimas.

Una de las razones que motivaron el acuerdo fue que “Los crecientes niveles de represión dejaron a la región plagada de refugiados y exiliados políticos. Unos cuatro millones de personas huyeron de sus hogares buscando un refugio seguro, mayormente en los países vecinos. Tras los golpes de Chile y Uruguay, millares buscaron asilo en Argentina, reuniéndose con los cientos de miles de paraguayos que ya estaban allí. Mientras tanto, los argentinos buscaban seguridad en Bolivia y Paraguay. La región era el escenario de un frenético ir y venir de refugiados”(Stella Calloni, “Los Archivos del Horror del Operativo Cóndor”, en http://www.derechos.org/nizkor/doc/condor/calloni.html).

Esa situación constituía, a los ojos de los regímenes dictatoriales, una amenaza para la seguridad nacional, en los términos en que ella era concebida por la doctrina inspirada por los Estados Unidos, y obligaba a extremas esfuerzos para lograr altos niveles de eficiencia en la represión.

Los sitios del horror

Aún antes de dar el golpe de estado del 24 de marzo de 1976, las Fuerzas Armadas argentinas habían orquestado la organización y funcionamiento de una estructura ilegal, cuyo propósito era llevar adelante el plan clandestino de represión, que se desplegaría mediante la violación masiva y sistemática de los derechos humanos de los grupos de la población civil que, por su postura ideológica, su militancia política, su participación en movimientos sociales, su encuadramiento en las organizaciones sindicales o estudiantiles combativas eran definidos como el enemigo a aniquilar, definición que incluía a quienes por cualquier otro motivo aparecieran como enfrentados al orden que se buscaba mantener, conforme los postulados de la doctrina de la seguridad nacional.

Ya durante el gobierno constitucional, se habían dictado un grupo de normas que ponían en cabeza de los militares el comando de la represión. Así, por el decreto 261/75 de febrero de 1975, se encomendó al Comando General del Ejército ejecutar las operaciones militares necesarias para neutralizar y/o aniquilar el accionar de los elementos subversivos en la Provincia de Tucumán; por el decreto 2770 del 6 de octubre de 1975, se creó el Consejo de Seguridad Interna, que integraban la Presidente, sus Ministros y los Comandantes Generales de las fuerzas armadas, con el fin de promover las medidas necesarias para la lucha contra la subversión y la planificación, conducción y coordinación de las diferentes autoridades nacionales y provinciales en la ejecución de esa lucha;  el decreto 2771 del 6 de octubre de 1975 facultó al Consejo de Seguridad Interna a suscribir convenios con las Provincias, a fin de colocar bajo su control operacional al personal policial y penitenciario; y finalmente, el decreto 2772 del 6 de octubre de 1975, extendió la “acción de las Fuerzas Armadas a los efectos de la lucha anti subversiva a todo el territorio del país”.

Los mandos militares ya habían establecido su propia estrategia, en paralelo con las órdenes gubernamentales. El Comandante General del Ejército, mediante la directiva Nº 333 de enero de 1975, sostenía que en la provincia de Tucumán las fuerzas irregulares que allí operaban debían ser atacadas hasta su aniquilamiento. La directiva contaba con un anexo (N° 1) que establecía los procedimientos para detener a los “subversivos” que debían ser derivados preferentemente a la autoridad policial y ser sometidos a los tribunales federales, o puestos a disposición del Poder Ejecutivo Nacional; también autorizaba a las fuerzas represivas a practicar allanamientos, incluso sin contar con autorización judicial escrita, habida cuenta del estado de sitio.

La directiva 404, emanada del Comando General del Ejército el 27 de octubre de 1975, para poner en ejecución la directiva 1/75 del Consejo de Defensa, establecía el marco de colaboración de la Armada y de la Fuerza Aérea, la subordinación operacional de las fuerzas de seguridad y penitenciarias, las zonas para operar por orden de prioridad (la prioridad uno era Tucumán). También fijaba plazos: el “accionar subversivo” debía disminuir significativamente a fines de 1975, transformarse en un problema policial a fines de 1976, para finalmente aniquilar los elementos residuales en 1977. Creaba cuatro comandos de zona, coincidentes con la jurisdicción de cada uno de los Comandos de Cuerpo del Ejército, y otro en la guarnición de Campo de Mayo (Directiva del Comandante General del Ejército Nº 404/75 -lucha contra la subversión-, disponible en “Documentos del Estado Terrorista”, Cuaderno Nº 4 del Archivo Nacional de la Memoria, publicado en 2012).

Ese documento organizó el accionar del terrorismo de Estado llevado a cabo hasta el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976, y desde entonces, la operatoria del Estado terrorista[1]. Constaba de un cuerpo principal (que contenía la justificación del próximo golpe de estado), quince anexos y diecinueve apéndices. De dichos anexos, en el número 6 se establecía la forma de vigilar las fronteras; el número 12 determinaba la manera cómo debía efectuarse la vigilancia de las sedes de diplomacia “para evitar que determinadas personas puedan acogerse al asilo político y contribuir a la detención de aquellas que específicamente se hallan determinado”. A su vez, el anexo 11 y sus dos apéndices permiten entender cómo fue organizada la detención de la Presidenta, el día del golpe, con un plan principal y otro alternativo, que se llevarían adelante de acuerdo con el lugar o la jurisdicción donde se encontrara al momento del golpe de Estado. El anexo 15 establecía las actividades de “acción psicológica sobre el público interno y sobre los públicos afectados por las operaciones, con el objeto de predisponerlos favorablemente y lograr su adhesión”. (Cfr. Directiva del Comandante General del Ejército Nº 404/75 -lucha contra la subversión-, ya citada).

Producido el golpe de estado, la desaparición forzada de personas, que hasta entonces había sido utilizada ocasionalmente[2], se convirtió en una de las principales herramientas que utilizó el plan sistemático de represión desplegado por el Estado terrorista. Este método se caracterizaba porque quienes perpetraban las detenciones ilegales eran integrantes de las fuerzas armadas o de seguridad, que actuaban clandestinamente en una operatoria de mostrar ocultando, porque en la mayoría de los casos se identificaban como pertenecientes a alguna de dichas fuerzas, al tiempo que adoptaban medidas para evitar ser identificados.           Eran un grupo numeroso y fuertemente armado, que contaba con la facilidad de actuar en una zona liberada, lo que se lograba dando aviso previo a la autoridad del lugar para que no interfiriera, y operaba generalmente en horas de la noche, acompañando muchas veces el secuestro con el apoderamiento de bienes (ver sentencia dictada por la Cámara Federal en lo Criminal y Correccional de la Ciudad de Buenos Aires en la causa 13/84, publicada como “La Sentencia”, Tomo I, página. 97 y siguientes). Los secuestrados eran conducidos a lugares especialmente adaptados, situados dentro de unidades militares o policiales o que dependían de ellas, conocidos con posterioridad como “Centros Clandestinos de Detención” (CCD), que adoptaron dos tipos de funcionamiento: como Lugares de Reunión de Detenidos (LRD), con capacidad de alojar, torturar y asesinar a grandes cantidades de detenidos, y como  Lugares Transitorios (LT), los que funcionaban como primer lugar de detención del cual los detenidos-desaparecidos eran derivados a otros destinos.

Ya antes del golpe funcionaron CCD, como la “Escuelita de Faimallá” (en Tucumán) y el “Campito” (dentro de las instalaciones militares de Campo de Mayo, en el Gran Buenos Aires). También en 1975 funcionó un CCD en la sede de la empresa siderúrgica Acindar en Villa Constitución, provincia de Santa Fe, firma de la cual era gerente José Alfredo Martínez de Hoz, luego Ministro de Economía de la dictadura y como tal, verdadero jefe civil de la misma. Ese modelo se reproduciría luego en plantas industriales como la de la Ford en General Pacheco, provincia de Buenos Aires, y tenían como función primordial la detención de los activistas gremiales que formaban las comisiones internas de esas fábricas.

Para 1976 los CCD llegaron a 610, de los cuales muchos tuvieron solo un funcionamiento temporal. Pasado el furor represivo de los primeros meses posteriores al golpe, bajaron a 364; en 1977, a 60; en 1978 quedaban 45, y para 1979 disminuyeron a 7. En 1980 solo quedaban la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA) y el Campito. En 1982 y 1983 solo fue utilizada la ESMA.

En esos sitios, las víctimas podían tener tres destinos: la eliminación (por asesinato, o por desaparición forzada), su “legalización”, por puesta a disposición del Poder Ejecutivo o sometimiento a los tribunales, o por obtener su libertad. La utilización de mecanismos deshumanizantes (suplantación de los nombres y apellidos por números, aplicación de tormentos y otros tratos crueles, privación de la visión, escasa o nula alimentación, privación de todo contacto con el exterior, condiciones climáticas extremas), sumadas al clima de terror y a la incertidumbre sobre el destino final, buscaban privar a los prisioneros de su identidad política, social y subjetiva.

Varios de esos CCD fueron utilizados para los prisioneros víctimas del Plan Cóndor, como Automotores Orletti (en la Capital Federal), Pozo de Banfield y Pozo de Quilmes (en el conurbano bonaerense) o La Polaca en la provincia de Corrientes. Algunos puestos fronterizos cumplieron un rol relevante, en tanto en ellos se produjeron capturas de quienes ingresaban al país o intentaban escapar del mismo (como por ejemplo Paso de los Libres, en Corrientes, limítrofe con Uruguayana en Brasil). Las embajadas y sedes consulares en los países integrantes del Cóndor también tuvieron funciones de importancia: principalmente, en Brasil, donde las representaciones en Brasilia, Sao Paulo y Río de Janeiro operaron como parte de la coordinación represiva.

Vale la pena detenerse en el caso de Automotores Orletti, por su relevancia en relación con los prisioneros uruguayos capturados en Argentina. Dicho CCD funcionó en un inmueble compuesto de dos plantas: la baja era un garaje, la superior poseía diversas subdivisiones en distintos ambientes. Estaba ubicado en la calle Venancio Flores 3519/21–entre calles Emilio Lamarca y San Nicolás-, en pleno barrio de Flores de la Capital Federal, en una cuadra de viviendas comunes cercana de la vía del Ferrocarril Sarmiento. Funcionó desde el 11 de mayo de 1976, hasta fines del mes de noviembre del mismo año, como consecuencia de la fuga de Graciela Vidaillac y su marido José Morales, ambos detenidos allí, lo que obligó a los responsables de Orletti a abandonarlo por cuestiones de seguridad, ya que la fuga de los detenidos constituyó el fin del sistema de clandestinidad y en consecuencia, el riesgo de que el lugar se conociera y perdiera su esencia como sitio inaccesible para eventuales reclamos de terceros. Era operado por una estructura vertical con un Jefe de personal (Aníbal Gordon) y un Jefe funcional, bajo la órbita de quien funcionaba el centro de detención (el Coronel del Ejército Argentino Otto Carlos Paladino, entonces titular de la Secretaría de Inteligencia del EstadoSIDE-).

Bajo esos mandos, funcionaban los llamados “grupos de tareas” -o “patotas”- encargados del secuestro y traslado al “centro” de los ilegalmente detenidos, y muchas veces, de los interrogatorios y torturas que se realizaban en el CCD; y por último, las fracciones de “guardias” que se encargaban de custodiar a los detenidos.

En Automotores Orletti confluyeron agentes de diferentes procedencias. Sin embargo, el lugar funcionó bajo el ámbito de la SIDE, para la cual era la Base de Operaciones Tácticas 18 (OT 18). Además del personal argentino, dependiente de la SIDE, coexistieron otros agentes de nacionalidad uruguaya, pertenecientes al Servicio de Información de Defensa (SID), dependiente del Ministerio de Defensa de Uruguay, o del Organismo Coordinador de Operaciones Antisubversivas (OCOA) de dicho país.

Orletti tuvo un rol fundamental en lo atinente a la persecución de los opositores políticos de distintas nacionalidades, dentro del “Plan Cóndor”. Ello se desprende claramente del criterio de selección que se utilizó para el secuestro de las personas, quienes no casualmente tenían en común la pertenencia a determinado partido político o grupo nacional. Además de las víctimas argentinas, hubo gran número de uruguayos, dos cubanos y otras personas que, si bien eran argentinas, tenían pertenencia chilena (tal el caso de Patricio Biedma) o boliviana (ver los casos de Efraín Fernando Villa Isola y Graciela Rutila).

El Pozo de Banfield, por su parte, funcionó en las instalaciones de la Policía de la Provincia de Buenos Aires ubicadas en las calles Siciliano y Vernet de la localidad de Banfield, y fue sede de la coordinación represiva en la Zona Metropolitana, que abarcaba partidos del sur, del oeste y del norte del Conurbano bonaerense. En sus instalaciones se asentaba la División Delitos Contra la Propiedad y Seguridad Personal de la Policía bonaerense, y desde enero de 1977 cobijó las zonas metropolitanas de las direcciones generales de Investigaciones, Seguridad e Inteligencia. Integraba, conjuntamente con otras dependencias policiales bonaerenses como la Comisaría 5° de la ciudad de La Plata, Puesto Vasco, COT 1 Martínez, Pozo de Arana, La Cacha, la Brigada de Investigaciones de La Plata (o La Calesita) y Pozo de Quilmes, el denominado “Circuito Camps”, así llamado por el apellido del Jefe de la Policía de la Provincia de Buenos Aires en esa época, Ramón Camps.

En la planta baja del edificio se encontraba la oficina del jefe, una sala de torturas y otras dependencias. En el primer piso había calabozos, oficinas, comedor y casino de personal, cocinas y baños, mientras que en el segundo había más calabozos y un baño. Se ha establecido que 309 personas, entre ellos ciudadanos uruguayosparaguayos y chilenos, fueron alojadas en este CCD. 97 aún permanecen desaparecidas y 5 fueron liberadas y posteriormente asesinadas.

Pozo de Quilmes (o Chupadero Malvinas) fue una dependencia de la Brigada de Investigaciones de la Policía de la Provincia Buenos Aires, donde funcionó un CCD y maternidad clandestina  entre agosto de 1975 y enero de 1979. Se encuentra ubicado en la calle Pilcomayo 59, cerca de la estación Don Bosco del ferrocarril. Se estima que por ese CCD pasaron doscientas cincuenta y una víctimas. Como prueba de la coordinación que existía en el Pozo de Quilmes con otros CCD pertenecientes al “Circuito Camps”, vale mencionar que el detenido uruguayo, Washington Rodríguez declaró que a principios de abril de 1978 compartió su detención en este Centro con veintidós compatriotas, quienes le relataron haber estado recluidos en el Pozo de Banfield, donde fueron torturados por oficiales de OCOA. Ese centro es también señalado como uno de los sitios por donde transitaba el sacerdote católico Christian Von Wernich –hoy condenado a prisión perpetua por crímenes de lesa humanidad-, entre los meses de noviembre de 1977 y febrero de 1978.

El CCD Club AtléticoEl Atlético o El club estaba ubicado en un predio conformado entre las calles Paseo ColónSan Juan, Cochabamba y Azopardo, en el barrio de San Telmo de la ciudad de Buenos Aires. Consistía en un sótano de un edificio de tres plantas perteneciente al Servicio de Aprovisionamiento y Talleres de la División Administrativa de la Policía Federal. Se calcula que por sus instalaciones pasaron más de mil quinientas víctimas. Funcionó entre mediados de 1976 y diciembre de 1977.

Las víctimas del Cóndor

Sin pretender ofrecer una nómina completa y exhaustiva de la totalidad de las víctimas del “Plan Cóndor”, parece oportuno señalar al menos una serie de casos relevantes.

En “Orletti” permanecieron en cautiverio varias personas de nacionalidad uruguaya, en su mayoría militantes políticos, en particular del Partido por la Victoria del Pueblo (PVP), como María del Pilar Nores Montedónico, Gerardo Francisco Gatti, Washington Francisco Pérez, (padre), Jorge Washington Pérez, María del Carmen Martínez Addiego, Julio Rodríguez Rodríguez, Enrique Rodríguez Larreta (h), Raquel Nogueira Pauillier, Enrique Rodríguez Larreta Piera, Cecilia Irene Gayoso, María Mónica Soliño Platero, Sara Rita Méndez, Asilú Maseiro, Ana Inés Quadros, Eduardo Deán Bermúdez, Margarita María Michelini Delle Piane, Raúl Altuna, Edelweiss Zahn, Sergio Rubén López Burgos, José Félix Díaz, Laura Anzalone, María Elba Rama Molla, Ariel Rogelio Soto Loureiro, Alicia Raquel Cadenas Ravela, Ana María Salvo Sánchez, Gastón Zina Figueredo, Víctor Hugo Lubián, Marta Petrides, María Elena Laguna, Beatriz Victoria Barboza Sánchez, Francisco Javier Peralta, y Álvaro Nores Montedónico. Otras víctimas también de nacionalidad uruguaya tenían pertenencia del Movimiento de Liberación Nacional “Tupamaros” (MLN), como Elizabeth Pérez Lutz, y Jorge González Cardozo.

Otros uruguayos que pasaron por Orletti fueron Rubén Prieto González, privado ilegítimamente de su libertad el 30 de septiembre de 1976 en Buenos Aires; Orlinda Brenda Falero Ferrari y José Luis Muñoz Barbachán, secuestrados el 9 de junio de 1976, en la Capital Federal; y  León Guadalberto Duarte Luján, secuestrado el 13 de julio de 1976 en Buenos Aires.

María Asunción Artigas Nilo de Moyano y Alfredo Moyano fueron secuestrados en Buenos Aires el 30 de diciembre de 1977, con la intervención de fuerzas militares y de seguridad de Argentina y Uruguay. La mujer dio a luz el 25 de agosto de 1978 en el Pozo de Banfield. Fue trasladada el 12 de octubre de 1978, a Uruguay. Su hija, María Victoria Moyano Artigas, recuperó su identidad mucho tiempo después. Julio César Delía Pallaresfue secuestrado en San Fernando, Provincia de Buenos Aires, el 22 de diciembre de 1977, junto a su esposa Yolanda Iris Casco Ghelpi. Fueron trasladados a COT 1 Martínez y de allí a Pozo de Banfield donde Yolanda dio a luz en enero de 1978. Raúl Gambaro Núñez fue detenido en Migraciones el 27 de diciembre de 1977, junto a Gustavo Raúl Arce Viera. Los llevaron al Pozo de Banfield desde donde habrían sido trasladados a Uruguay el 15 de mayo de 1978. Ileana Sara María García Ramos de Dossetti y Edmundo Sabino Dossetti Techeira fueron secuestrados en Buenos Aires el 21 de diciembre de 1977, junto a Alfredo Bosco. Se los ubicó, junto con otros uruguayos, en Pozo de Banfield, desde donde habrían sido trasladados a Uruguay el 15 de mayo de 1978 e Ileana en junio del mismo año.

Raúl Edgardo Borelli Cattáneo fue secuestrado en Lanús, Provincia de Buenos Aires, el 22 de diciembre de 1977, junto a Guillermo Manuel Sobrino Berardi. Fueron llevados al Pozo de Quilmes desde donde habrían sido trasladados a Uruguay.

Respecto a las víctimas uruguayas Gustavo Alejandro Goycochea Camacho y su esposa Graciela Noemí Basualdo Noguera, María Antonia Castro Huerga y su esposo José Mario Martínez Suárez, Aída Celia Sanz Fernández y su madre, Elsa Haydee Fernández Lanzani, Miguel Ángel Río Casas, Eduardo Gallo Castro, Juvelino Andrés Carneiro Da Fontoura Gularte, Carolina Barrientos Sagastibelza, Carlos Federico Cabezudo Pérez y Célica Élida Gómez Rosano, la gran mayoría fueron vistos en los CCD Pozo de Banfield y Pozo de Quilmes (previo paso por COT 1 Martínez). Otro ciudadano uruguayo, Atalivas Castillo Lima, que estaba vinculado a algunos de los anteriores, fue asesinado el 24 de diciembre de 1977.

Jorge Feliberto Gonçalves Busconi y Andrés Humberto Bellizzi desaparecieron en Buenos Aires el 19 de abril de 1977; se presume que estuvieron en el CCD Atlético.

Hubo casos que se produjeron en el exterior, pero que tuvieron continuidad en la Argentina. Así, Gustavo Edison Insaurralde fue secuestrado el 29 de marzo de 1977 en la ciudad de Asunción, República del Paraguay, junto a Nelson Rodolfo Santana Scotto, siendo posteriormente trasladados ambos a Buenos Aires en un avión bi-reactor de la Armada Argentina, con matrícula 5/T/30 –0653, piloteado por el Capitán de Corbeta José Abdala y entregados a autoridades argentinas el 16 de mayo de 1977.

Por su parte, Claudio Ernesto Logares y Mónica Sofía Grinspon de Logares, fueron secuestrados el 18 de mayo de 1978 en Montevideo, Uruguay, junto a su hija Paula Eva Logares, siendo esta posteriormente localizada por medio de las Abuelas de Plaza de Mayo. La entrega de la niña a represores argentinos, acaecida en este país, constituye un ejemplo del perverso mecanismo de apropiación de menores y sustitución de sus identidades, utilizado por el Estado terrorista argentino.

De manera similar pero al revés que el ejemplo anterior, María Claudia García Irureta Goyena fue secuestrada el 24 de agosto de 1976 en Buenos Aires, con la intervención de fuerzas argentinas y uruguayas, y luego fue trasladada a Uruguay, donde dio a luz a su hija Macarena Gelman, la cual fue entregada a otra familia y recuperó su verdadera identidad muchos años más tarde. Se presume que María Claudia fue asesinada por militares uruguayos.

Efraín Fernando Villa Isola y Graciela Rutila eran argentinos que residían en Bolivia. Fueron secuestrados en aquel país y en agosto de 1976 habrían sido traídos a la Argentina. Según consta en el Legajo nro. 6333 de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), organismo creado por el Presidente Raúl Alfonsín mediante el Decreto 187/1983 y que llevó adelante sus investigaciones entre diciembre de ese año y septiembre de 1984, existe copia del radiograma del Ministerio del Interior de la República de Bolivia de fecha 29 de agosto de 1976, que dice: “Hoy horas 10:15, procedióse expulsión súbditos argentinos Efraín Fernando Villa Isola y Graciela Antonia Rutilo Artes asimismo su hijo menor Carla Graciela Irosta Rutilo por puente internacional. Atte. Jefe DOP.” Se los ubicó en Orletti. Carla Rutila Artés, hija de la nombrada, fue apropiada por uno de los represores que actuó en ese CCD, Eduardo Ruffo, y recuperó su identidad  el 24 de agosto de 1985 en un operativo en el que se detuvo a Ruffo y a otros represores en una quinta cercana a la localidad de Pilar, en el conurbano bonaerense, nueve años después de su secuestro en Bolivia.

El caso de Jesús Cejas Arias y Crescencio Nicómedes Galañena Hernández reviste particular interés. Se trataba de dos funcionarios de la Embajada de Cuba,  que fueron secuestrados el 9 de agosto de 1976 en el barrio de Belgrano, cerca del edificio de la sede diplomática. El hecho tuvo repercusión incluso en aquel momento, como lo reflejó una nota del diario “La Opinión” de aquella época, que dejó constancia de que “La embajada cubana en Buenos Aires está trabajando en estrecho contacto con el gobierno argentino en la búsqueda de dos miembros de la representación, acerca de quienes se presume que habrían sido secuestrados. Los dos hombres, Jesús Cejas Arias y Crescencio Galañena Hernández, integrantes ambos del personal administrativo de la embajada cubana, no han sido vistos desde que salieron de la embajada el lunes. Un informe sin firma de noviembre de 1977 atribuyó al General Juan Pablo Saá, quien fuera el Segundo Jefe de la Inteligencia del Ejército Argentino, haber afirmado que los funcionarios fueron asesinados por el Ejército debido a los vínculos que mantenían con la izquierda revolucionaria argentina. Según el reporte, el secuestro y muerte de los diplomáticos no tenía como finalidad provocar la ruptura de relaciones sino que fue una advertencia de que los nexos diplomáticos y comerciales se mantendrían siempre y cuando Cuba no se vinculara con organizaciones opositoras a la dictadura.

Siguiendo con los casos de los ciudadanos uruguayos, una de las modalidades utilizadas a su respecto fue el traslado de los mismos a su país natal. Durante 1976, al menos dos vuelos llevaron a detenidos, que en su mayoría se hallaban en Orletti, a Uruguay. Los vuelos se habrían producido probablemente el primero el 24 de julio y el segundo el 5 de octubre de 1976, desde la ciudad de Buenos Aires y hacia el Aeropuerto Internacional de Carrasco en Uruguay. Las operaciones habrían sido ordenadas por el Comando General de la Fuerza Aérea argentina, en respuesta a un pedido formulado por el Servicio de Información de Defensa  uruguayo (SID). El primero de los vuelos trasladó a 24 exiliados en Argentina, militantes del PVP y del MLN que finalmente sobrevivieron; el segundo vuelo llevó a alrededor de 23 militantes del PVP residentes en Buenos Aires, que permanecen como desaparecidos.

No fueron los únicos casos. En febrero de 1978, Carolina Barrientos Sagastibelza, Carlos Federico Cabezudo Pérez, Miguel Ángel Río Casas, Célica Élida Gómez Rosano y Julio César D'Elía Pallares habrían sido llevados a Uruguay en una lancha de la Prefectura Naval Argentina, por ese entonces dependiente de la Armada. Más tarde, el 15 o 16 de mayo de 1978,  Alfredo Moyano Santander, Yolanda Iris Casco Ghelpi, Alfredo Fernando Bosco Muñoz, Gustavo Alejandro Goycochea Camacho, Alberto Corchs Laviña y su esposa Elena Paulina Lerena Costa, Juvelino Andrés Carneiro Da Fontoura Gularte, Raúl Edgardo Borrelli Cattáneo, Elsa Haydée Fernández Lanzani, María Antonia Castro Huerga y Gustavo Raúl Arce Viera, secuestrados en CCD del “Circuito Camps”, fueron llevados a Uruguay en avión. Finalmente el 12 de octubre de 1978 se habría producido el traslado de María Asunción Artigas Nilo. Todos ellos permanecen como desaparecidos.

Por último, se menciona que los hijos nacidos en cautiverio de Aída Sanz y Eduardo Gallo Castro (María de las Mercedes Carmen Gallo), de Yolanda Iris Casco Ghelpi y Julio César D'Elía Pallares, (Carlos D’Elía Casco) y de María Asunción Artigas Nilo y Alfredo Moyano Santander (María Victoria Moyano Artigas), que fueron víctimas de apropiación y sustitución de sus identidades, fueron luego recuperados.

Entre las víctimas de nacionalidad chilena, se encuentran Edgardo Enríquez, Luis Elgueta, José de la Maza, Miguel Orellana, Angel Athanasiú, Frida Laschan, Angélica Delard, Gloria Delard y Luis Appel de la Cruz (todos ellos militantes del MIR). Hay tres militantes del Partido Socialista: Juan Hernández, Luis Muñoz y Manuel Tamayo. Otros cuatro pertenecían al Partido Comunista: Cristina Carreño, Alexei Jaccard, Patricio Rojas y Oscar Oyarzún. Además de ellos, y sin militancia política conocida, fueron víctimas Luis Zaragoza, Luis Espinoza, Oscar Urra y Rafael Ferrada, y el niño de 4 años, Pablo Athanasiú.

Citamos anteriormente el caso de las sedes diplomáticas de Argentina en Brasil (la embajada en Brasilia, y los consulados de Sao Paulo y Río de Janeiro). Las tres aparecen vinculadas con la desaparición de al menos diez ciudadanos argentinos y brasileños. Una investigación realizada por los diplomáticos Carlos Lohlé y María Teresa Piñero, de la Comisión de Relevamiento para la Recuperación de la Memoria Histórica de Cancillería, tras relevar más de 12000 fojas de información clasificada, descubrió que la sola mención de la organización "Montoneros" y/o del entonces embajador de la dictadura, Oscar Camilión como palabras clave, permitía encontrar 680 documentos secretos, ahora desclasificados, producidos por los servicios de inteligencia brasileños. Al menos siete argentinos aparecen como víctimas de esa coordinación represiva: Norberto Armando Habegger, Horacio Campiglia y Mónica Pino Binstock, Liliana Inés Goldenberg y Eduardo Gonzalo Escabosa, el sacerdote Jorge Adur y Lorenzo Viñas.

Habegger fue secuestrado el 31 de julio de 1978 en Río de Janeiro. Su hijo Andrés señaló a tres represores argentinos Enrique José Del Pino, Alfredo Omar Feito y Guillermo Víctor Cardozo, que registran condenas por crímenes de lesa humanidad en nuestro país, como responsables del secuestro. Horacio Campiglia y Mónica Pino Binstock fueron secuestrados el 12 de marzo de 1980 en Río de Janeiro. Un Grupo de Tareas que se trasladó en un avión Hércules,  cuyos movimientos fueron autorizados por las autoridades brasileñas, se encargó del secuestro y el posterior traslado desde Río de Janeiro  hasta el CCD de Campo de Mayo.

El 26 de junio de 1980, el sacerdote Jorge Adur y Lorenzo Viñas, también militantes de Montoneros, fueron secuestrados en la frontera argentina con Brasil, el primero en el puente internacional que une Paso de los Libres y Uruguayana, cuando pretendía viajar a Puerto Alegre, en Río Grande do Sul, y el restante cuando se dirigía a Río de Janeiro. Fueron trasladados al CCD La Polaca, en Paso de los Libres, desde donde los llevaron a Campo de Mayo.

El 3 de agosto de 1980 fueron interceptados Liliana Inés Goldenberg y Eduardo Gonzalo Escabosa, cuando pretendían ingresar a la Argentina por la localidad de Puerto Iguazú, Misiones, desde Foz de Iguazú, en Brasil. En la planificación y concreción del operativo que llevó a su intercepción participaron represores de Argentina, Brasil y Paraguay. Ambos militantes prefirieron ingerir una pastilla de cianuro antes que ser capturados.

En cuanto a los ciudadanos bolivianos víctimas del Terrorismo de estado en la Argentina, según la organización Memoria Abierta la lista la componen Julián Choque Cahuna,  desaparecido en 1971 en Villa Luján, provincia de Buenos Aires; Oscar Aguirre, muerto en Santa Fe el 16 de febrero de 1972; Fausto Choque Cabrera, secuestrado y desaparecido en Jujuy, el 5 de abril de 1975; Edgar Claudio Cadima Torres, secuestrado y desaparecido en Tucumán el 12/6/75, Nils Alfredo Casón Coria, secuestrado y desaparecido en agosto de 1975 en Salta; Erland Kramer Torrez, secuestrado y desaparecido el 11 de septiembre de 1975 en La Plata, provincia de Buenos Aires; Hugo Salinas Arce, secuestrado y desaparecido el 1º de diciembre de 1970 o 71; Ruth Sánchez Gómez, secuestrada y desaparecida en setiembre de 1974 junto a su hija Fabiola Sánchez Gómez, de tres años de edad (todos ellos, antes del inicio del Plan Cóndor); el escribano Bustos Vergara, secuestrado en Bolivia y entregado a las autoridades argentinas probablemente el 13 de octubre de 1976, que permanece como desaparecido; Francisca Paz Dora Cabezas Molina, secuestrada y desaparecida el 14 de mayo de 1977 en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires; Gustavo Medina Ortiz, un abogado que fue detenido en Bolivia y enviado a la Argentina donde fue secuestrado -en Salta, donde residía- el 10 de octubre de 1975; Cosme Benito Choque, empleado del Hospital de Clínicas de Buenos Aires, ciudad en la que fue secuestrado y desaparecido el 14 de septiembre de 1976; Sergio Coro Buitrago, secuestrado y desaparecido el 11 de septiembre de 1976 en la ciudad de La Plata, presuntamente visto en 1979, en el CCD que funcionó en la Unidad 9 del Servicio Penitenciario Bonaerense, ubicada en La Plata; Mario Ivar Flores Vázquez, hijo de padres bolivianos, secuestrado y desaparecido el 26  de mayo de 1976 en Jujuy y visto en el CCD que funcionó en el Grupo de Artillería de Montaña Nº 5 de San Salvador de Jujuy; Rubén Ramiro González Palza, secuestrado y desaparecido en enero de 1977 en González Catán, provincia de Buenos Aires; Oscar Hugo González de la Vega, secuestrado en Bolivia y trasladado a la Argentina el 15 de octubre de 1978;  fue visto en la delegación policial de Villazón, provincia de Salta, y permanece desaparecido; Juan Carlos Jordán Vercellone, secuestrado y desaparecido el 17 de enero de 1978 en la ciudad de La Plata; Jaime Rafael Lara Torrez, miembro de la comisión directiva delgremio de Educadores de la Provincia  de Jujuy (ADEP), secuestrado el 28 de mayo de 1976, en su domicilio de San Pedro de Jujuy; hasta los primeros días de junio de ese año, la familia lo asistió con alimentos y ropas en dependencias carcelarias y policiales. Desde entonces está desaparecido; Cristina Leyes Taborga, secuestrada y desaparecida en  lugar y fecha sin especificar; Martha Antonia Martínez Molina, secuestrada y desaparecida el 14 de mayo de 1977 en Ituzaingó, provincia de Buenos Aires; Víctor Montano Amezaga, secuestrado y desaparecido el 27 de julio de 1976 en San Justo, provincia de Buenos Aires; Félix Montano Carvajal, secuestrado y desaparecido en fecha sin especificar; Myriam Moreno de Rivera, médica secuestrada el 29 de septiembre de 1976 en La Plata; Walter Eduardo Oviedo Morales, secuestrado y desaparecido en Ledesma, provincia de Jujuy, el 9 de marzo de 1976; Walter Teófilo Pérez Loza, estudiante, detenido-desaparecido el 5 de diciembre de 1975 en su domicilio de San Salvador de Jujuy, Griselda Peón Quintana, desaparecida en  lugar y fecha sin especificar; Máximo Rojas Caballero, secuestrado y desaparecido en agosto de 1976, en Jujuy y visto en la penitenciaría provincial; José Rosenblum, secuestrado y desaparecido en agosto de 1977 en lugar sin especificar; Reynaldo Lázaro Sáenz Bernal, secuestrado y desaparecido el 14 de julio de 1976 en Córdoba; Gastón Sánchez Zambrano, secuestrado y desaparecido en lugar y fecha sin especificar; Erasmo Suárez Balladares, secuestrado y desaparecido el 19 de abril de 1977 en la Capital Federal; Hugo Alberto Suárez, hijo de bolivianos, secuestrado y desaparecido el 8 de diciembre de 1976 en La Plata; Marcos Suárez Vedoya, nieto de bolivianos, secuestrado y desaparecido el 20 de diciembre de 1975 en San Martín, provincia de Buenos Aires; Gaby Taborga Carvajal de Leyes, secuestrada y desaparecida en lugar y fecha sin especificar; Ramón Tolaba, dirigente campesino secuestrado en Bolivia y entregado a las autoridades argentinas probablemente el 13 de octubre de 1976, quien permanece como desaparecido; Guido Francisco Torres, secuestrado y desaparecido el 11 de junio de 1976 en la Capital Federal; Johnny Vargas Orozco, secuestrado y desaparecido el 21 de julio de 1976 en Guerrero, provincia de Jujuy y visto en el campo de concentración de Guerrero; y Jorge Villavicencio, médico boliviano, exiliado en la Argentina; secuestrado el 25 de febrero de 1977 en Tucumán y asesinado el 7 de abril de ese año en el penal de Sierra Chica, provincia de Buenos Aires.

El Plan Cóndor se extendió posteriormente hasta Perú. En la madrugada del 25 de mayo de 1978, Ricardo Napurí Schapiro, José Bravo, Justiniano Aspaza Ordoñez, Alfonso Baella Tuesta, Hugo Galdos, Humberto Larrain, Ricardo Díaz Chávez, Javier Canseco Cisneros, Genaro Inquieta, Ricardo Letts Colmenares, Valentín Pacho Quispe, José Arce Larco y Guillermo Faura Gay fueron secuestrados en Lima. Todos eran opositores a la dictadura peruana, cuya cabeza era el entonces general Francisco Morales Bermúdez, y fueron acusados de supuestas “actividades subversivas”. Se los trasladó en un avión Hércules, esposados y vigilados, al aeropuerto El Cadillal, en Jujuy, donde quedaron secuestrados en el Regimiento de Infantería de Montaña 20, lugar en el que se los presionó para que aceptaran firmar un documento en el cual aparecieran como refugiados recibidos por las Fuerzas Armadas, o como asilados políticos. Como se negaron fueron conducidos  al sótano del Departamento Central de la Policía Federal en Buenos Aires, donde los sometieron a tormentos para que aceptaran firmar una solicitud de “asilo voluntario dirigido al gobierno democrático de las Fuerzas Armadas”. Finalmente fueron llevados al aeropuerto de Ezeiza, desde donde se los expulsó del país. El absurdo episodio constituyó una tentativa acordada entre las dictaduras de ambos países, para hacer aparecer como un gobierno abierto y democrático al Estado terrorista que encabezaba Videla.

Otra ciudadana peruana, María Esther Lorusso Lammle, fue secuestrada en la Capital Federal el 14 de mayo de 1976 y permanece desaparecida.

A su vez, varios argentinos fueron víctimas de la represión en Perú. Federico Frías Alberga, o Alberca, había sido llevado por personal militar argentino a Lima en la primera semana de junio de 1980, para “marcar” a exiliados; como intentó fugar, fue recapturado y golpeado, el 11 de junio de 1980. Permanece desaparecido. Al día siguiente, María Inés Raverta, que usaba el nombre  de Julia Inés Santos de Acebal o Acabal, de 33 años, fue secuestrada en la puerta de la Iglesia Matriz del distrito de Miraflores, Lima, y conducida hasta su departamento donde también fue secuestrado otro argentino llamado Julio César Ramírez. Noemí Gianetti de Molfino, una Madre de Plaza de Mayo que se encontraba exiliada en Lima, denunció el hecho a un diputado electo, Antonio Meza Cuadra, al que solicitó ayuda porque se sentía vigilada. Cuando este arribó al domicilio de Gianetti de Molfino junto a otros legisladores, la Madre ya había sido secuestrada. Un periodista holandés, Robert Sprenkls, presenció el hecho. En un primer momento tanto las autoridades peruanas como las argentinas negaron el hecho. Posteriormente, el 19 de junio de 1980, el gobierno peruano informaba que Julia Inés Santos de Acebal, Ramírez, Gianetti de Molfino y otras dos personas, a quienes sindicaba como miembros de la conducción de Montoneros, habían ingresado ilegalmente al país, siendo interceptados y entregados a las autoridades bolivianas. Aunque la presidenta de Bolivia, Lydia Gueiler, negó el hecho, pudo reconstruirse que la entrega habría ocurrido el 17 de junio, y que en los interrogatorios bajo tortura dos de los detenidos habían fallecido. El cuerpo sin vida de Noemí Gianetti de Molfino aparecería en un hotel de Madrid, España, el 21 de julio de 1980, en una habitación que había sido rentada por tres argentinos. La dictadura intentó presentar el hecho como la muerte de una presunta desaparecida, pero el escándalo internacional señalaba claramente la participación de los servicios argentinos, bolivianos y peruanos en el hecho. El Cóndor había extendido sus siniestras alas hasta España.

La presunta muerte de Carlos Maguid, un ex dirigente montonero exiliado en Lima, que fue secuestrado entre las 10.30 y las 11.15 horas del 12 abril de 1977, forma parte también de los crímenes atribuidos a la concertación represiva.

Los imputados por el Cóndor

Argentina, tras la recuperación democrática de 1983, inició la revisión de su pasado, en un proceso que tuvo sus altos y sus bajos. A los primeros juicios, que condenaron a los integrantes de las dos primeras Juntas Militares del Estado terrorista y a Ramón Camps y sus subordinados, los siguieron las funestas leyes de Punto Final y Obediencia Debida, que junto a los indultos posteriormente decretados por el presidente Menem, parecieron construir un muro de impunidad imposible de ser derrumbado. Sin embargo, la lucha de los organismos de Derechos Humanos, que llevaron sus denuncias ante el sistema interamericano de protección de derechos humanos, y ante distintos tribunales europeos, fue horadando la muralla y provocando grietas que mostraron que era posible actuar en nombre de la memoria, la verdad y la justicia. A ese empeño contribuyó que Baltasar Garzón, entonces magistrado español, asumiera los principios de la justicia universal y reclamara la extradición de los criminales de lesa humanidad que habían perpetrado sus delitos en América del Sur.

Fruto de esta situación fue el primer juicio celebrado en la Argentina que puso al descubierto la coordinación represiva, en donde se condenó a Manuel Arancibia Clavel, por el asesinato de Carlos Prats y su esposa Sofía Cuthbert, hecho anterior a la puesta en marcha del Cóndor. En ese proceso se estableció el principio de la imprescriptibilidad de los crímenes de lesa humanidad.

Posteriormente, tras la asunción del gobierno por Néstor Kirchner el 25 de mayo de 2003, la decisión política del presidente de colocar a los derechos humanos como centro de su acción de gobierno y de impulsar la nulidad de las leyes del perdón, posibilitaron la reapertura de los juicios. Y pese a los escollos que el proceso de Memoria, Verdad y Justicia se vio obligado a enfrentar, muchos de ellos colocados desde el propio Poder Judicial, poco a poco se fueron acumulando condenas que establecieron no sólo que los crímenes cometidos eran de lesa humanidad, y por lo tanto imprescriptibles, sino que habían ocurrido en el marco de un proceso con características genocidas.

El Plan Cóndor quedó sometido a juicio. Varios expedientes fueron abiertos en relación a los crímenes de la coordinación represiva. El de mayor relevancia fue el que juzgó los hechos acontecidos en el CCD Automotores Orletti. El Tribunal Oral Federal Nº 1 de la ciudad de Buenos Aires, en su sentencia del 31 de mayo de 2011, condenó a Raúl Antonio Guglielminetti, Honorio Carlos Martínez Ruiz, Eduardo Alfredo Ruffo y Eduardo Rodolfo Cabanillas a distintas penas que fueron desde la prisión perpetua a los veinte años de prisión.

Dijo el Tribunal en su fallo, sobre la mecánica de los hechos, que “Quedó demostrado a lo largo del juicio que las víctimas de ‘Automotores Orletti’ eran secuestradas en su gran mayoría de sus propios domicilios o en la vía pública. En esos operativos numerosos hombres armados y vestidos de civil procedían al apresamiento de las personas y tras encapucharlas o taparles los ojos con otras prendas, procedían a trasladarlas al centro clandestino de detención por medio de distintos vehículos. Cabe agregar que estas detenciones se llevaban a cabo no sólo con el empleo de armas, sino también en su mayoría mediante amenazas y golpes”.

Citó luego a Eugenio Raúl Zaffaroni, quizás el más relevante jurista argentino, para caracterizar el proceso que sufrieran los países del Cono Sur, al referirse a las “…dictaduras y regímenes militares que practicaron el terrorismo de estado con inusitada crueldad, en especial en el cono sur... En cuanto a los disidentes, implementaron dos formas de ejercicio del poder punitivo traducidas en un desdoblamiento del sistema penal: un sistema penal paralelo que los eliminaba mediante detenciones administrativas ilimitadas…y un sistema penal subterráneo, que procedía a la eliminación directa por muerte y desaparición forzada, sin proceso legal algunosu carácter diferencial fue el montaje del mencionado sistema penal subterráneo, sin precedentes en cuanto a crueldad, complejidad, calculadísima planificación y ejecución, cuya analogía con la solución final es innegable. Mediante este aparato cometieron miles de homicidios, desapariciones forzadas, torturas, tormentos, secuestros, crímenes sexuales, violaciones domiciliarias, daños e incendios, intimidaciones, robos, extorsiones, alteraciones de estado civil, etc., sin ninguna base normativa, incluso dentro de su propio orden de facto.” (ver Eugenio Raúl Zaffaroni, “El enemigo en el derecho penal”, Bs. As., Ediar, 2006, págs. 49/50, resaltados en el original).

Agregaba el fallo que “…la aplicación de tormentos no sólo respondía a la obtención de información que imponía el circuito represivo, sino que todos los métodos referenciados también estaban dirigidos a la cosificación de los detenidos y la imposición del terror, a través de la cual se anulaban sus capacidades motrices y mentales” para agregar que “en función de los relatos que efectuaron los sobrevivientes durante el debate, podemos destacar, entre los padecimientos psíquicos sufridos por los detenidos, las amenazas permanentes de muerte o de ser castigados; las humillaciones, insultos y demás comentarios con que los guardias hostigaban continuamente a los detenidos; y el antisemitismo expresamente manifestado por algunos guardias que agravaba la situación de aquellos detenidos que profesaban la religión judía o que simplemente tenían apellido con dicho origen, lo que derivaba no sólo en un maltrato físico más gravoso, sino en la humillación verbal constante por su sola condición de pertenencia a dicha colectividad”

Volvieron luego a citar a Zaffaroni, para establecer que “En el Cono Sur, tomando como pretexto la violencia política en la Argentina…las fuerzas armadas se rodearon de ideólogos…que les ayudaron a alucinar una guerra y se degradaron a fuerzas policiales de ocupación del propio territorio, aplicando todas las técnicas del colonialismo francés contra sus propias poblaciones. El resultado fueron las masacres de los años setenta del siglo pasado, con miles de muertos, torturados, presos, exiliados y desaparecidos…” (cfr. Eugenio Raúl Zaffaroni: “La palabra de los muertos. Conferencias de criminología cautelar”, Ediar, Bs. As., 2011, pág. 445).

Otros procesos toman como objetivo central el esclarecimiento de los crímenes cometidos en el marco de la concertación represiva. Al cierre de estas palabras, se lleva adelante el juicio oral y público por el Plan Cóndor, en el que se encuentran imputados Santiago Omar Riveros, Eduardo Samuel De Lío, Carlos Humberto Caggiano Tedesco, Antonio Vañek, Carlos Tragant, Bernardo José Menéndez, Jorge Carlos Olivera Róvere, Eugenio Guañabens Perelló, José Ramón Lobaiza, Felipe Jorge Alespeiti, Néstor Horacio Falcón, Federico Antonio Minicucci, Enrique Braulio Olea, Horacio De Verda, José Julio Mazzeo, Reynaldo Benito Antonio Bignone, Rodolfo Emilio Feroglio, Luis Sadi Pepa, Mario Alberto Gómez Arenas, Juan Avelino Rodríguez y Manuel Cordero Piacentini, este último un militar uruguayo extraditado por Brasil. Al mismo tiempo, los tribunales uruguayos autorizaron la extradición de otros militares de esa nacionalidad, José Nino Gavazzo, Ricardo Arab, Ernesto Soca y Luis Maurente, para ser juzgado por la apropiación de Simón Riquelo. Dicha medida todavía no se ha concretado.

Jorge Rafael Videla, Emilio Eduardo Massera y Orlando Ramón Agosti, que comandaron la primera junta militar que abrió las puertas del infierno, eludieron la condena por el Cóndor por haber fallecido anteriormente. Lo propio ocurrió con otros imputados, como Rubén Visuara, Néstor Guillamondegui, Aníbal Gordon y Albano Harguindeguy.

Sin embargo, parece claro que la hora de la justicia, al menos en la Argentina, está llegando plena de vigor. Y en otro plano, lo que antes fuera un espacio de coordinación represiva que unió a las dictaduras del Cono Sur en un plan criminal, se ha transformado en un acuerdo de promoción y protección de derechos humanos, plasmado en la Reunión de Altas Autoridades de Derechos Humanos y Cancillerías del MERCOSUR y Estados Asociados (RAADH), en cuyo seno funciona la Comisión Permanente de Memoria, Verdad y Justicia que en su XX Reunión estableció la creación de un Grupo Técnico de Obtención de Datos, Información y Relevamiento de archivos de las coordinaciones represivas del Cono Sur y en particular de la Operación Cóndor.

A modo de colofón, tal vez deberíamos pensar en el rescate del Cóndor, un ave que en la memoria de los argentinos estuvo una vez ligada a las campañas libertadoras de José de San Martín y Simón Bolívar y no a los crímenes perpetrados en las décadas de 1970 y 1980. Acaso haya llegado la hora de llamar a las cosas por su nombre, y encontrar detrás de aquel proceso genocida la decisión macabra de un águila imperial

[1] Diferenciamos lo ocurrido en materia represiva hasta el 24 de marzo de 1976, como hechos de terrorismo de Estado, en tanto las violaciones de derechos humanos se llevaron adelante si no como política de todo el aparato estatal, sí con la participación o el apoyo de parte de ellas (integrantes de las Fuerzas Armadas y de Seguridad, o en el caso de la banda parapolicial Triple A, del Ministerio de Bienestar Social y de cuadros de la Policía Federal), mientras que el golpe militar todas las estructuras estatales fueron puestas al servicio del plan criminal de exterminio, transformándose entonces en un Estado terrorista (ver Eduardo Luis Duhalde: “El Estado terrorista argentino. 15 años después”, EUDEBA, Buenos Aires 1999).

[2] El 22 de agosto de 1963 había desaparecido en Buenos Aires el sindicalista metalúrgico Felipe Vallese, considerado como la primera víctima peronista de ese método represivo. Otras desapariciones ocurrieron durante la dictadura de 1966 a 1973, y también en el período comprendido entre la muerte de Perón y el golpe de estado de 1976.

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