Cuando hablamos de principios, nos podemos referir a cosas muy distintas, ya que el Diccionario dice que principio puede ser el primer instante del ser de algo, la base, la razón fundamental sobre la cual se procede discurriendo en cualquier materia, la causa, el origen de algo, o la norma o idea fundamental que rige el pensamiento o la conducta. Y no se agotan ahí las definiciones. 

En cambio, cuando se trata de finales estamos hablando de lo que remata, cierra o perfecciona algo. Principios y finales, las dos puntas de un camino pero también otras cosas.

Pero empecemos por el principio. O por uno de los principios que podemos elegir. La Argentina recién entró al Fondo Monetario Internacional el 19 de abril de 1956, cuando la dictadura de Aramburu-Rojas usurpaba el poder y no había Congreso que legitimara el acto. Raúl Prebisch, a la sazón asesor  de la dictadura, aconsejó el ingreso, que se consumó por el Decreto-Ley 7103 de esa fecha. Al entregar el poder Aramburu a Arturo Frondizi, teníamos 1051 millones de dólares de deuda externa… Otro principio, entonces. ¿Qué hizo el gobierno de Frondizi con la deuda adquirida por la dictadura? Aumentarla. Y firmar el primer acuerdo con el FMI, en 1958, por 75 millones de dólares, supuestamente destinados a estabilizar el cambio y ponerle freno a la inflación, para lo cual debía emprenderse un ajuste estructural que redujera en un quince por ciento el número de empleados públicos, que privatizara las empresas estatales y congelara el salario mínimo por dos años, entre otras cláusulas. Al final del gobierno desarrollista, ya se debían mil ochocientos millones de dólares. 

Entre el principio y el final del ilegal gobierno de José María Guido, la deuda aumentó a dos mil cien millones de dólares. Los finales iban haciendo cada vez más difíciles a los principios… 

Illia bajó los números y cuando fue desalojado la deuda quedaba en mil setecientos millones, que las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse llevaron a cuatro mil ochocientos setenta millones. El triste final del gobierno de María Estela Martínez de Perón encontró al país con la deuda aumentada a siete mil ochocientos millones de dólares. 

Si esos números eran suficientes como para horrorizarse, los que dejó la dictadura genocida de Videla, Martínez de Hoz y sus cómplices fue mucho peor. Alfonsín se encontró con cuarenta y cinco mil millones de dólares de deuda, que incluían la deuda privada estatizada por Domingo Cavallo en 1981 y perfeccionada al año siguiente por Julio González del Solar.

El nuevo principio de la democracia podría haber significado el rechazo de la deuda contraída durante la dictadura. Pero en vez de un nuevo principio lo que hubo fue una continuidad, y pese a los discursos del jefe radical, la deuda continuó su ascenso hasta alcanzar los cincuenta y ocho mil setecientos millones de dólares. Final de un sueño, que brevemente imaginó que los países de la Patria Grande, que iban saliendo de la pesadilla de las dictaduras del Plan Cóndor, podían llegar a constituir un Club de Deudores que se les plantara a los organismos internacionales de crédito. 

Después vino el Tío Patilludo. Para enero de 1991, la deuda había crecido a sesenta y un mil cuatrocientos millones de dólares. Ese mes volvía a hacerse cargo del tema un viejo conocido: Domingo Cavallo. Que fiel a sus costumbres, cuando dejó el cargo en julio de 1996, la llevó a noventa mil cuatrocientos setenta y dos millones de dólares, eso sí, con el uno a uno que hizo creer a muchos que el peso había alcanzado al dólar y se mantendrían unidos para siempre.

Nada de eso. El amigo de María Julia dejó como regalo para Fernando de la Rúa una deuda de ciento cuarenta y seis mil millones de dólares, todavía al uno por uno. El aburrido aliancista negoció con el FMI y en diciembre del 2000 acordaba un blindaje que sólo duró hasta marzo del año siguiente. Los ministros de economía pasaban como en cámara rápida, de Machinea a López Murphy y -créase o no- otra vez a Cavallo, que asociado con Federico Sturzenegger logró elevar nuevamente los montos de la deuda mediante el Megacanje. Nada sirvió, vinieron el corralito, el caos del 19 y 20 de diciembre de 2001 con su secuela de muertes y el helicóptero que se llevaba a la Alianza y nos dejaba el desastre.

Ahora eran los presidentes los que desfilaban. Ramón Puerta que entregó el mando a Adolfo Rodríguez Saa que declaró el default, que no fue más que el anuncio de que era imposible pagar lo adeudado. Luego Eduardo Camaño que pasó la banda a Eduardo Alberto Duhalde. La pesificación de los depósitos bancarios en dólares, que terminó con el uno a uno, hizo lo suyo para aumentar la deuda que estaba en default.  Los principios y los finales se habían sucedido con tanta velocidad que no había esperanza que se llegara a consolidar entre tanto fracaso. Pero pasó lo impensado. Una elección con tres candidatos del justicialismo contendiendo entre sí y con el resto de los partidos políticos. Y un ganador impensado, que en realidad salió segundo pero se quedó con el triunfo ante el abandono del primero.

Néstor Carlos Kirchner vino de la Patagonia con un sueño para proponer. Y con una advertencia: tenía principios y no pensaba dejarlos en la puerta de la Rosada. Un principio principista, entre tantos finales amargos. Al  poco tiempo las leyes de la vergüenza eran anuladas, los juicios contra los genocidas reabiertos, los centros del horror entregados a sus víctimas para que hicieran nacer en ellos el futuro. 

Y la deuda era reestructurada con firmeza. En enero de 2006, el FMI dejaba de ser acreedor de la Argentina. Un camino que siguió con los acuerdos con el Club de París y otros acreedores. Solo los fondos buitres se mantuvieron al acecho. Cuando terminaba el segundo mandato de Cristina Fernández de Kirchner, en diciembre de 2015, el porcentaje de la deuda externa en relación al Producto Bruto Interno del país era solo del 15,4%, uno de los más bajos del planeta. 

Después vendría la pesadilla. En solo cuatro años, entre sus vacaciones y los espionajes el fanático de Netflix logró que la deuda pasara de sesenta y tres mil quinientos ochenta millones (diciembre de 2015) a ciento sesenta y siete mil quinientos catorce millones de dólares en junio de 2019. El FMI había vuelto y aportó lo suyo: cuarenta y cuatro mil quinientos millones de dólares en un crédito que fue concedido pese a que excedía los límites permitidos al organismo, que fueron dejados de lado por la presión del gobierno de los Estados Unidos que buscaba evitar la derrota de la derecha en las elecciones. Y acá estamos. La pandemia vino a aportar lo suyo en materia de destrucción. No hubo final de la tragedia sino continuidad. Deuda más virus. Promesas y pocos hechos. Tantos seguidores del viejo general que olvidaron al menos una de sus máximas: mejor que decir es hacer, mejor que prometer es realizar.

Entonces entramos en una comedia absurda. Grandes progresistas que se vuelven marxistas (de Groucho), cambiando de principios según el momento y el interlocutor. La épica invocada de esos días en que el FMI dejó de tener injerencia en los asuntos argentinos, queda archivada en el cajón de los recuerdos molestos que muchos prefieren olvidar.

Y la Tribuna de Doctrina está feliz. Ve concretarse tanta pelea anunciada, tanta desunión fomentada con esmero y contra toda razón. Ve que las mentiras al fin van dando frutos. Se frota las manos imaginando la derrota del odiado populismo en el 2023. Sueña con restaurar las mesas judiciales (total, Comodoro Py sigue siendo el mismo) y condenar a la enemiga pública número uno, de una vez y para siempre, para clausurar cualquier ilusión de retorno. 

El 13/03/2022, Martín Rodríguez Yebra describía “Un gobierno nuevo, en angustiante soledad” y anunciaba “Fernández logró un triunfo pírrico en el Congreso; la coalición peronista está herida de muerte y ahora viene el ajuste; presión por un cambio de Gabinete”. Ese mismo día, Pablo Sirvén, fiel a su irredento gorilismo, acusaba al peronismo de “Ser oficialismo y oposición al mismo tiempo” mientras que comenzaba a sembrar las dudas sobre la agresión que sufrió la Vicepresidenta de la Nación y Presidenta del Senado, el día que en diputados se votaba la refinanciación de la deuda con el FMI.

El 14/03/2022 el viejo cronista del Operativo Independencia, Joaquín Morales Solá, celebraba que “Cristina se está yendo del gobierno”; en el medio, se ocupó también de señalar que “Máximo Kirchner fue siempre solo un recurso de su madre para boicotear al Presidente; el hijo le sumó, además, su vocación por el vedetismo político”, y por si acaso, agregó más leña al fuego de la crítica contra el video en el que la Vicepresidenta denunció los ataques sufridos.

El 15/03/2022, Jaime Rosemberg se alegraba de que “La votación en el Senado llega en el ‘peor momento’ de la relación entre Cristina Kirchner y Alberto Fernández”, Luciana Vázquez aprovechaba para proclamar que “El escándalo de apoyar a Putin es todo kirchnerista”, Carlos Pagni se preguntaba si “¿La grieta adquiere otro trazado?”, mientras navegaba entre suposiciones que iban desde la reelección de Alberto Fernández y las candidaturas posibles de Sergio Massa y Gerardo Morales, y por las dudas aclaraba que estar con Ucrania era estar con Occidente y por lo tanto, con la democracia. Democracia en versión LA NACIÓN, o sea ese sistema que autoriza a los poderosos capitalistas a arrasar con cuanto país pretenda ser independiente, sea por la fuerza de las bombas o por los condicionamientos económicos, y que prohíbe a los países periféricos (el eufemismo que reemplaza al viejo y gastado Tercer Mundo) pensar que pueden tener políticas autónomas y decidir por sí mismos.

Contra el peligro ruso advierte otra vez Pablo Sirvén, el 16/03/2022, cuando denuncia a “La línea prorrusa de Télam, otro foco de tensión en la agencia”, quejándose de despidos en la agencia oficial, lo que jamás hizo cuando en el apogeo macrista se despedían periodistas a troche y moche. El mismo día, Claudio Jacquelin se aprovecha de otro de los errores del gobierno y con cierta sorna, titula “Poca resiliencia” mientras describe la frustrada gestión de Fernando Melillo. La frutilla del postre queda, cuándo no, para Joaquín Morales Solá, que se ensaña contra “El Macondo cantinflesco del kirchnerismo” alumbrando el improbable maridaje de las criaturas de Gabriel García Márquez y Mario Moreno en el que describe “Un gobierno sin reflejos políticos ni sensibilidad para percibir la opinión social. Un Presidente que es víctima de su vicepresidenta, pero también de sus propios y recurrentes errores”. Uno quiere creer que queda alguna mínima esperanza para que los deseos de los profetas del odio no se vuelvan realidad. Para que no todo termine la repetición, corregida y aumentada, del desastre del 2015/2019. Uno se dice y se repite, cada vez con menos ilusiones, que ojalá no sea tan tarde como para que los principios perdidos se transformen en finales no deseados.

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