Información discriminatoria en la desaparición de Santiago Maldonado
Opinión
La Constitución de la Argentina, desde 1994, ha conferido jerarquía constitucional, entre otros instrumentos, a la Declaración Americana de Derechos y Deberes del Hombre, a la Declaración Universal de Derechos Humanos, a la Convención Americana sobre Derechos Humanos y al Pacto Internacional sobre derechos civiles y políticos. Dicho repertorio internacional se empalma con las libertades “históricas”; en especial, las consagradas desde 1853 en los artículos 14 y 19, respectivamente, de la Constitución.
Una comprensión mínima de la Constitución es concebirla como norma procesal: determina cauces para decidir quiénes han de ser los servidores públicos que gobernarán y cómo deberían ser elegidos y el haz de sus atribuciones. Para que pueda imponerse dicho rol procesal, se requiere, entre otros elementos, que todos los ciudadanos dispongan del derecho a la comunicación, porque una constitución solamente puede ser sostenida por los ciudadanos; caso contrario, será una hoja de papel.
El derecho a la comunicación incluye la libertad de pensamiento y expresión, posibilitando a cada habitante del país buscar, recibir y difundir informaciones e ideas de toda índole, sin consideración de fronteras, ya sea oralmente, por escrito o en forma impresa o artística, o por cualquier otro procedimiento de su elección. Se trata de un derecho cuyo ejercicio está sometido al principio de responsabilidad ulterior; además, la censura previa se encuentra, por vía de principio, prohibida. “Di lo que quieras, hazte cargo luego de las consecuencias de tus dichos”. Con madurez: el ciudadano requiere información sana para la construcción de la democracia, directamente ligada a su calidad de vida y bienestar. Específicamente, además, en la CADH, se prohíben mecanismos de censura indirecta como el monopolio del papel para periódicos. Sin embargo, desde hace años la Argentina, fenómeno que se repite en América del Sur, se encuentra sometida por un “bloque hegemónico mediático” blindado que opera en todo sitio, tiempo y sin pausas: radio, televisión, gráfica, redes sociales. ¿Qué hacen? Falsean información; persisten en la creación de una “posverdad” que es lisa y llanamente una mentira; indican la voluntad sistemática de denigrar a un grupo por su origen o una persona por su individualidad.
Esta tarea discriminatoria en la difusión de información se encuentra prohibida por los instrumentos internacionales de Derechos humanos citados, que desde 1994 gozan de jerarquía constitucional. A pesar de la tensión que ese monopolio genera, las propias autoridades públicas que deberían actuar de oficio para el cese de la discriminación negativa, que debilita la formación de la opinión ciudadana, lejos de actuar para impedirlo parecen seguir los dictados de ese poder cada vez más concentrado.
Desde el mismo momento de la denuncia de la desaparición de Santiago Maldonado, ese bloque hegemónico mediático dominante, cumplió con la tarea de desinformar o informar falsamente a la ciudadanía. Incluso hasta llegar al propio “negacionismo”: reinterpretar a su antojo los hechos, construir una propia realidad y desligar por completo de responsabilidad a las autoridades constitucionales, cuyo deber prioritario es respaldar la seguridad y con ella posibilitar la coexistencia en paz.
Las noticias divulgadas sobre el caso de Santiago Maldonado muestran el accionar de esos medios. La figura del joven víctima fue o menoscabada (se lo llamó casi despectivamente “el artesano, el tatuador”) o directamente demonizada, presentándolo como militante de una oscura guerrilla separatista que busca la destrucción del Estado. Paralelamente, a la comunidad mapuche se la presentó como un grupo cerrado, hostil, “antiargentino” que impidió el accionar de los investigadores y que de alguna manera podría ser responsable de la tragedia. Ninguna pseudo información de las desparramadas durante estos tiempos fue confirmada, sino que la ¿misteriosa? aparición del cadáver desmintió todas y cada una de las falsas “verdades” publicadas. Esta actitud, además, viola el mandato constitucional, también instalado en 1994, que reconoce “la preexistencia étnica y cultural de los pueblos indígenas argentinos” y la garantía de la “posesión y propiedad de las tierras que tradicionalmente ocupan” (artículo 75, inciso17).
¿Hasta ahora que se sabe de Santiago? Que, tristemente, ha muerto; en el contexto de una represión llevada a cabo por la Gendarmería. Pese a ello, ese mismo bloque mediático blindado que acá se cuestiona, inunda de “información” no comprobada y endiablada.
En un Estado constitucional, todo ciudadano tiene derecho a la información; su violación, por la orquestación de las vías aquí denunciadas, conspira con cualquier hipótesis sobre el presente y el porvenir de la estabilidad y progreso de las instituciones republicanas.
Por Luis H. Alén (Profesor titular de Derecho a la información, Facultad de Ciencias Sociales, UBA) y Raúl Gustavo Ferreyra (Profesor titular de Derecho constitucional, Facultad de Derecho, UBA)