Poder. Qué palabrita. En pocas letras, encierra tantos significados que cambian la vida de las naciones, los pueblos, las personas. Poder. Eso que muchxs pasan la vida buscando. Poder. Lo que algnxs creen haber alcanzado, solo para darse cuenta que en realidad están muy lejos de tenerlo. Para el diccionario, poder es tanto la facultad o potencia de hacer algo como la facilidad, tiempo o lugar de hacerlo, la fuerza, vigor, capacidad, posibilidad, poderío. Pero también quiere decir que se tiene más fuerza que otrx, que se lo vence o domina. O que es posible que suceda algo. El poder es, asimismo, una fuerza liberatoria.

En el universo jurídico, poder es el acto o instrumento en que consta la facultad que alguien da a otra persona para que en lugar suyo y representándolo pueda ejecutar algo, o la posesión actual o tenencia de algo.  Otrxs dirán que es la capacidad económica para obtener bienes y servicios. Y habrá científicos que usen la palabra para denominar la capacidad de un instrumento para representar o hacer perceptibles las imágenes o señales de dos sucesos u objetos próximos en el espacio o en el tiempo

Entrando al terreno de lo político, poder es el dominio, facultad y jurisdicción que alguien tiene para mandar o ejecutar algo, el gobierno de algunas comunidades políticas, la suprema potestad rectora y coactiva del Estado, el conjunto de las autoridades que gobiernan un Estado. Habrá quien hable del poder moderador, como el que ejerce un jefe de Estado que no tiene poder ejecutivo. Y si nos referimos al poder temporal, hablamos del gobierno de un Estado, por oposición al poder espiritual, que es el que emana de una autoridad religiosa. Como el del Papa, como jefe de los Estados Pontificios.  

Pero existe además el poder fáctico, o sea, el  Sector de la sociedad al margen de las instituciones políticas que ejerce sobre aquella una gran influencia, basada en su capacidad de presión: la banca, la Iglesia, los medios de comunicación. 

De ese poder fáctico es del que tratamos de ocuparnos en estas columnas. O al menos, de uno de sus aspectos: el que se muestra, desde hace más de ciento cincuenta años, en las páginas de LA NACIÓN. Porque desde que Bartolomé Mitre lo fundó, el diario se ocupó de ser la expresión de ese poder que no muestra directamente su rostro pero que hinca ferozmente sus colmillos voraces en las venas de la Argentina.

La Tribuna de Doctrina se sintió cómoda mientras los dos poderes (el del Estado y el fáctico) estaban en las mismas manos. Pero cuando Roque Sáenz Peña cumplió con lo prometido a Hipólito Yrigoyen y promulgó la ley que concedía el voto universal, secreto y obligatorio a los varones argentinos, y como consecuencia de esto, el caudillo de Balvanera asumió la presidencia, se acabó la calma. El nieto del mazorquero ejecutado tras Caseros se atrevió a nombrar un gabinete sin apellidos, esto es, sin los nombres que representaban a la oligarquía agrícola ganadera que gobernó estos lares desde que don Bartolo derrocó a Derqui y junto a su compinche Sarmiento diseñaron el Estado-Nación moderno que Roca terminaría de consolidar. La chusma de alpargatas y boinas blancas que el Peludo trajo a la escena política era algo que el poder fáctico no podía tolerar y así lo dejó sentado en las ediciones de LA NACIÓN.

Pero si el yrigoyenismo había contaminado la escena, después de 1945 la cosa se tornó insoportable. Que un coronel advenedizo repartiera derechos a troche y moche, empoderando a los trabajadores y las mujeres, proclamando que los únicos privilegiados eran los niños, era algo imposible de aguantar para el poder fáctico. Que lo combatió desde un primer momento y siguió haciéndolo a través de los años, cuando el movimiento que se estrenó mojando los pies de sus militantes en las fuentes de la Plaza de Mayo fue mostrando distintos rostros en distintos tiempos, pero siempre con la pretensión de construir una patria justa, libre y soberana. 

La Tribuna de Doctrina sigue en ese combate hoy en día. Más allá de las disquisiciones que pueden hacerse sobre la identificación del gobierno de Alberto Fernández con esos rostros cambiantes del peronismo, lo cierto es que para LA NACIÓN se trata del odiado populismo y como tal, debe ser defenestrado cueste lo que cueste. Con todas las mentiras y falsedades que sea necesario propalar. 

Así se encarga de dejarlo en claro Marcelo Gioffré, que el 12/04/2022 escribe acerca de “Una peripecia demagógica que no ha parado de crecer”, y se ocupa de aclararnos que “El país tuvo su período de autenticidad entre 1880 y 1943”, o sea, justo hasta antes del peronismo. Así lo deja sentado: la Patria “también tuvo su etapa de inautenticidad cuando los argentinos a partir de 1943 decidieron dilapidar todo lo que se había acumulado en los 60 años anteriores. No es que no hubiera problemas ni que fueran innecesarias ciertas correcciones, es que el peronismo adoptó las soluciones equivocadas”.

Algo parecido le pasa a Ricardo Esteves, que el mismo 12/04/2022 se vuelve sarmientudo y despotrica porque “La civilización argentina clama por un rescate de la decadencia”. Leyendo la nota, caemos en la cuenta que el columnista piensa en un proceso que a su juicio “se gestó en los años 40 y cuajó en las décadas siguientes, las de los 50 y 60, la Argentina vivió un período de extraordinaria fertilidad creativa en su sociedad civil, aun cuando ya se había iniciado el proceso de decadencia que arrastra hasta nuestros días”. Entiéndase bien: éramos civilizados pero el peronismo nos arrastraba de nuevo a la barbarie.

El 13/04/2022 Pablo Mendelevich se ocupa de “El peronismo y sus gobiernos inconclusos”. Pero no se trata de los golpes de Estado de 1955 y 1976, cuyas dictaduras sangrientas LA NACIÓN prohijó y aplaudió. Se trata de la posibilidad, seguramente trágica para el columnista, de que Alberto Fernández no termine su mandato y que o bien la reina maléfica -léase Cristina Fernández de Kirchner- asuma la presidencia o bien lo haga alguien sometido a su influencia. Escenario complejo, porque como bien lo sabe Mendelevich, y así lo escribe “Otra cosa es la influencia política. No es lo mismo en la Argentina tenerla que perderla”. Y aunque él se refiera a otra cosa, bien se sabe que la influencia de LA NACIÓN como vocera del poder fáctico poca mella hace en las decisiones de la Vicepresidenta.

Siempre hay que ocuparse de Cristina, parece ser una de las órdenes que recibe cualquier escriba del pasquín de los Mitre-Saguier. Por eso Jaime Rosemberg, el 13/04/2022, hace la crónica del acto del Eurolat (asociación de parlamentarios de Europa y Latinoamérica), y nos dice que “Cristina Kirchner jugó de local en un auditorio camuflado de militantes que celebraron su frase de la banda y el bastón”. Parece que al cronista no le parecieron muy buenos los elogios que algunos parlamentarios de otras latitudes prodigaron a Cristina: igual, nos cuenta que el legislador colombiano Oscar Pérez Pineda expresó que “Usted engalana le da altura a nuestras deliberaciones, antes de que el español Javier López reconociera, con gracia, que se sentía como telonero de los Beatles”. Detalles anecdóticos al margen, lo cierto es que el escriba detalla que “Con énfasis constante y sin leer, Cristina deleitó a sus fieles durante media hora de discurso contra sus enemigos de siempre (‘el partido judicial’, ‘los poderes concentrados’, Mauricio Macri, Estados Unidos y la OTAN), combinadas con estocadas medidas contra el presidente Alberto Fernández, sobre todo cuando lanzó: ‘Que te pongan una banda y que te den el bastón no significa que tengas el poder, y si no hacés lo que tenés que hacer, peor todavía’. O sea, Cristina habló del poder fáctico. Ese que LA NACIÓN representa.

Mientras tanto, ese poder que cada vez menos está en las sombras, sino que se muestra agresivo y pujante, vuelve a mostrarse con una de sus caras más institucionales: la del Poder Judicial. Que por lo menos, en la cabeza de sus jefes cortesanos, sabe muy bien ejercer su facultad. Pruebas al canto. Ni bien un juez federal de Paraná sacó una resolución que pone un poco de racionalidad en el conflicto por la conformación del Consejo de la Magistratura, y prohibió al Congreso enviar nuevos representantes a dicho organismo, para volver al número de veinte integrantes, el Colegio de Abogados de Buenos Aires (que no es el colegio público que controla la matrícula de los profesionales del derecho, sino la cueva en la que anidan los juristas de la derecha más conservadora y recalcitrante, que nutrió a los tribunales de cuanta dictadura hubo en nuestro país) se presentó ante la Corte y reclamó que anule ese fallo. Y la Tribuna de Doctrina anticipa que “La Corte podría anular el fallo de un juez de Paraná que traba la integración del Consejo de la Magistratura”. Claro, cuando se trata de una cuestión que atañe al poder fáctico, la Corte no parece que vaya a tardar los dieciséis años que se tomó para declarar inconstitucional una ley que en ese mismo lapso había reconocido como legítima. Es que se trata de concentrar en manos amigas (del poder fáctico, claro) la fuerza, el vigor, la capacidad, la posibilidad, el poderío. Demostrar que se tiene más fuerza que otrx, que se lo vence o domina. Y ese otro no es más que el odiado y execrado populismo. Así que en eso anda el poder en este país. Lo que me hace pensar en una vieja esperanza que sigue flotando en las ideas de todos los pueblos oprimidos de este triste planeta. Que algún día, el poder sea, de una vez y para siempre, del pueblo, por el pueblo y para el pueblo.

*Todas las definiciones de poder fueron tomadas del Diccionario de la Real Academia Española

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