Aniversarios
Abril es un mes con aniversarios. Por lo menos en sus primeros días. El 2 de abril se recuerda el Día del Veterano y de los Caídos en la Guerra de Malvinas. Malvinas. Esa herida abierta en el corazón de la Argentina. Ese reclamo que no cesa y que forma parte de los deseos colectivos de los habitantes de la patria. Pero no de todos. Algunos impresentables no piensan lo mismo. Por ejemplo, el domador de reposeras y reciente renunciante a postularse para un nuevo período de Netflix en la Rosada, que en 1997, en declaraciones a Página 12, decía que “Nunca entendí los temas de soberanía en un país tan grande como el nuestro. Nosotros no tenemos un problema de espacio como tienen los israelíes (sic)“. Por si no estaba claro, agregó que “las Malvinas serían un déficit adicional para el país“. Un ejemplo claro del sentimiento patriótico que anida en su corazón.
No es el único que piensa así. En las filas de los que se Juntan para el Cambio (concepto que probablemente tomaron de los arbolitos de la calle Florida y aledaños) anidan muchos otros que poseen la misma concepción de lo que significa la palabra soberanía. La saltimbanqui que, al revés que el ingeniero sin ingenio, no piensa bajarse de su postulación, en plena pandemia y entrevistada por LA NACIÓN+, defendiendo los intereses del laboratorio Pfizer no tuvo mejor idea que decir que “Pfizer no pidió ni cambió de ley. Solo pidió un seguro de caución como a todos los países del mundo, que es algo razonable. No pidió los hielos continentales, ni las Islas Malvinas, bueno, las Islas Malvinas se las podríamos haber dado”. Ojo, antes de que alguno piense que estas declaraciones son un invento más del populismo, les aclaro que las publicó el clarinete mentiroso en su edición del 27/04/2021.
Hagamos memoria, que siempre es bueno. La dictadura cívico militar genocida que asoló al país entre 1976 y 1983, con el beneplácito de LA NACIÓN y sus socios del clarinete, que gracias al apoyo brindado se apropiaron de Papel Prensa, atravesaba una profunda crisis en 1982. El 30 de marzo de ese año la CGT conducida por Saúl Ubaldini llamó a marchar contra el gobierno, bajo el lema Paz, Pan, Trabajo. Desde la sede de la calle Brasil y hasta la Plaza de Mayo, miles de personas acompañaron la convocatoria, que fue ferozmente reprimida por las fuerzas de seguridad. En las principales ciudades del país se repitió la escena: multitudes que marchaban fueron reprimidas. En Mendoza, un balazo de la gendarmería se cobró la vida del sindicalista minero José Benedicto Ortiz. Ubaldini y otros dirigentes gremiales fueron detenidos, y lo mismo pasó con el premio Nobel de la Paz, Adolfo Pérez Esquivel, y un grupo de Madres de Plaza de Mayo. En total, los privados de su libertad fueron más de dos mil. Al día siguiente, la Tribuna de Doctrina informaba acerca de los “Violentos incidentes en la zona céntrica” mientras que el clarinete prefería titular “Numerosas detenciones en los incidentes” y agregaba que la marcha “fue rigurosamente controlada por efectivos militares y policiales”.
Solo tres días después, los genocidas ordenaban la recuperación de las Islas Malvinas. Un plan que los marinos venían ideando hacía tiempo, sin lograr que ningún gobierno se plegara a sus deseos, ante la casi segura respuesta violenta del Reino Unido. Pero Leopoldo Fortunato Galtieri creía ser un general majestuoso al que los Estados Unidos veían como un aliado imprescindible, gracias al trabajo sucio que los militares argentinos desplegaban en Centro América apoyando las guerras clandestinas de los norteamericanos contra el sandinismo en Nicaragua y el Frente Farabundo Martí en El Salvador. Con esa ilusión y ante los incidentes que se produjeron entre un grupo de operarios argentinos y los británicos en las Islas Georgias, Galtieri ordenó la puesta en marcha del Operativo Rosario, y el 2 e abril se producía el desembarco de las tropas en las Islas y la ocupación de Puerto Rivero, como habían llamado a la capital isleña los jóvenes nacionalistas que en 1966 plantaron la bandera en la denominada Operación Cóndor.
Ese 2 de abril hubo una sola baja: el Capitán de Infantería de Marina Pedro Edgardo Giachino, que durante años se había desempeñado en la Base Naval Mar del Plata, donde funcionaba un Centro Clandestino de Detención y Exterminio por el que pasaron más de quinientas víctimas. Giachino fue señalado por diversos sobrevivientes como represor y torturador, por lo que en 2011 el Concejo Deliberante marplatense retiró su retrato de su recinto.
El fervor popular desatado tras la recuperación de las Islas hizo creer a Galtieri no sólo que era posible triunfar ante las fuerzas británicas, a las que desafió desde el balcón de la Rosada: que vengan, les presentaremos batalla, fue su bravata. Era un gobierno que se sostenía solo en la represión y el terror mediante el cual se disciplinaba a la sociedad, que en 1981 había llegado a una inflación del 104,48%, que subiría en 1982 al 164,78%, y que enfrentaba el desprestigio internacional, por sus numerosas violaciones a los derechos humanos. Frente a las tropas argentinas, conducidas por jefes que solo habían participado en los secuestros, torturas y asesinatos de los disidentes políticos, e integradas por soldados conscriptos con una instrucción pobre y sin armamentos adecuados, ni pertrechos, y ni siquiera con víveres y ropas adecuados, se alzaba un ejército de la OTAN, con todo el equipamiento necesario para una guerra moderna.
Pasó lo que todos sabemos. El heroísmo de los soldados argentinos, la decisión que mostraron para defender las Islas, no alcanzó. El 14 de junio de 1982 Mario Benjamín Menéndez, otro represor que ejercía el cargo de gobernador, se rendía ante las tropas británicas. Algo que provocó furia en la población, que se sintió una vez más traicionada. Cosas que quedaron en claro, como que Alfredo Astiz, el mismo que se había destacado en el secuestro de monjas y madres y en balear por la espalda a la adolescente Dagmar Hagelin, se rindió sin disparar siquiera un tiro.
Seiscientos cuarenta y nueve argentinos muertos. Otros mil trescientos heridos. El destino nunca aclarado de fondos y pertrechos recaudados en un festival televisivo. El olvido y el destrato fue la moneda con la que se pagó a los que realmente combatieron. Cuando volvieron los gobiernos electos por el voto popular, no hubo grandes cambios. Tal vez solo la irrupción de la música cantada en nuestro idioma, que dedicó bellas canciones a la gesta de los soldados, haya sido un resultado positivo, seguramente no previsto por los dictadores. Cuando se sancionó una ley que otorgaba pensiones a los ex combatientes, para muchos llegó tarde. Más de quinientos se habían suicidado. Y para peor, casi como una burla, varios de los marinos represores obtuvieron la pensión, hasta que en 2008 y tras un informe de la Secretaría de Derechos Humanos se les quitó el beneficio que no merecían.
Para LA NACIÓN la cuestión Malvinas nunca fue prioritaria. Al contrario, aplaudieron iniciativas que abandonaban el legítimo reclamo de la restitución del territorio usurpado, como cuando un canciller propuso seducir a los kelpers enviando muñecos de peluche. O como cuando un funcionario del Ministerio de Relaciones Exteriores firmó un acuerdo en estado de embriaguez, según lo narrado por su par británico. Dirían los escribas del mitrismo: “Durante el gobierno de Mauricio Macri la Argentina y Gran Bretaña se comprometen a avanzar en la reanudación de vuelos a las islas y la explotación conjunta de pesca e hidrocarburos. El acuerdo quedó congelado tras la asunción de Alberto Fernández”.
Vamos a otro aniversario. El 3 de abril de 2012 fallecía Eduardo Luis Duhalde, quien hasta ese momento se desempeñaba como Secretario de Derechos Humanos de la Nación. Abogado, periodista, magistrado, docente, escritor, historiador, Duhalde el bueno -como le decían para diferenciarlo de su homónimo-, se destacó en múltiples dimensiones y en todas ellas su lucha se orientó hacia la plena vigencia de los derechos humanos. Su sociedad política y como historiadores, con Rodolfo Ortega Peña, constituye un hito imprescindible en la tarea de comprender la historia argentina como un punto de partida para resolver las cuestiones del presente. Nunca se llevó bien con el mitrismo: ya en junio de 1971, opinaba en la revista “Todo es Historia” que “Bartolomé Mitre es el nombre en el cual se concentra la política británica en el Río de la Plata en su mayor intensidad colonial. Su significación es la de expresar el uso instrumental de Buenos Aires contra toda la Nación, al servicio de una mentalidad y designios exclusivamente europeos”.
Fue abogado de sindicatos, defensor de presos políticos -fundador de la Asociación Gremial de Abogados, junto con otros brillantes defensores de la dignidad humana como el ya nombrado Rodolfo Ortega Peña, Mario Hernández, Roberto Sinigaglia, Rodolfo Mattarollo y Carlos Alberto González Gartland, entre otros-, con la profunda convicción que el ejercicio del derecho de defensa, menoscabado y groseramente ignorado por los integrantes de un Poder Judicial sometido a los designios del poder en aquellos días de dictaduras, aunque no pudiera dar frutos en la libertad de sus asistidos ponía de manifiesto que la propia legalidad construida por quienes usurpaban los poderes del Estado era violada cotidianamente por sus mismos constructores, tarea en la cual eran entusiastamente acompañados por muchos de los juristas prestigiosos en la óptica de los escribas de LA NACIÓN.
Eduardo Luis Duhalde acompañó a Perón en su viaje de regreso al país, aquel 17 de noviembre de 1972. Participó activamente de la campaña del Frente Justicialista de Liberación, que el 11 de marzo de 1973 llevaba al triunfo a Héctor J. Cámpora. Con Ortega Peña, fundaron la revista “Militancia Peronista para la Liberación”, crítica de lo que consideraban el abandono del programa del FREJULI. Clausurada la revista, editaron la segunda etapa de “De Frente”, un semanario que en su primera época dirigiera John William Cooke. El asesinato de Ortega Peña el 31 de julio de 1974, y las amenazas dirigidas desde una derecha cada vez más activa en la eliminación de militantes populares, lo hicieron pasar a la clandestinidad.
Allí lo encontró el golpe del 24 de marzo de 1976. Junto con otros defensores de derechos humanos, fundó la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) pero debió marchar al exilio. Sinigaglia y Hernández fueron víctimas de la dictadura genocida, y Mattarollo y González Gartland también tuvieron que exiliarse. La denuncia de los crímenes dictatoriales fue la tarea que ocupó sus horas en Madrid, donde se radicó con su familia tras una breve estadía en Cuba. En enero de 1977, la CADHU producía su primer informe: Argentina. Proceso al Genocidio. Cuando comenzaron a llegar exiliados y perseguidos, encontraron en Duhalde la mano amiga que los ayudó a reubicarse. Acompañó luego a las Madres y Abuelas que querían hacer oír sus reclamos ante los organismos internacionales. En Madrid escribió la obra que mejor describe la ideología y el funcionamiento de la dictadura: El Estado terrorista argentino.
Terminada la dictadura, retornó al país y desarrolló una intensa actividad. Fundó la editorial Contrapunto, que publicó muchos de los mejores textos políticos de aquella época, y continuó su militancia a favor de los derechos humanos. En esos días lo conocí, en 1986, cuando me le acerqué y le conté que había sido amigo de Alicia Eguren. Entonces sos mi amigo, me contestó, y desde entonces me abrió las puertas no sólo de las oficinas en las que trabajaba incansablemente sino las de su hermosa familia.
Emprendimos la docencia universitaria, él como titular y yo integrando su cátedra de Derecho a la Información en la Universidad de Buenos Aires. Generosamente me invitó a escribir, en conjunto, lo que fue la Teoría Jurídico Política de la Comunicación, aporte fundamental, a su juicio, para entender la importancia de la plena vigencia del derecho humano a la comunicación.
Dirigió un diario diferente: Nuevo Sur, entre 1989 y 1990. Y más tarde, se desempeñó como Juez de Cámara en el Tribunal Oral en lo Criminal Nº 29. Sus votos en las sentencias que le tocó pronunciar continuaron esa tarea de entender que más importante que el derecho (entendido como mecanismo de disciplinamiento social) era la justicia. No escapó a su vocación de polemista: cuando en junio de 1997, en una nota publicada en el clarinete mentiroso María Sáenz Quesada y Luis Alberto Romero lo acusaron, junto a Ortega Peña, de adulterar datos en sus libros, respondió certeramente: usted escribe sobre los estancieros y su platería. Nosotros lo hicimos sobre los peones y sus sufrimientos.
Las crisis desatadas tras el ciclo neoliberal del menemismo y el fracaso de la Alianza lo convencieron de la necesidad de aportar, desde la política, a una nueva etapa. Se acercó a Néstor Kirchner y le entregó una propuesta para una política pública de derechos humanos que, a su juicio, era una deuda pendiente desde 1983. Renunció a su cargo de Juez, cuando le faltaban pocos meses para jubilarse, porque entendió que su compromiso militante no lo podía ejercer con medias tintas.
Llegado Kirchner a la presidencia, lo designó Secretario de Derechos Humanos. Y desde ese cargo fue el arquitecto de la política pública más importante del ciclo iniciado en 2003. Con la generosidad de siempre me invitó a colaborar en su nueva gesta. Desde la Secretaría se impulsaron nuevas normas, que respondían a la centralidad que Kirchner pretendía que ocuparan los derechos humanos en su gestión. Para ello, Duhalde trabajó con todas las áreas del gobierno, en una dinámica de colaboración para dar a cada una de ellas los fundamentos necesarios desde una perspectiva de derechos.
La gestión pública no le impidió seguir con su tarea de historiador. El que a la postre sería su último trabajo histórico publicado en vida, se llamó “Contra Mitre. Los intelectuales y el poder: de Caseros al 80”. Un libro que según dijo, deberían haber escrito con Ortega Peña, y en el cual una vez más dejó sentada su opinión: “No se trata sólo de la fascinante ceremonia de volver a recrear lo que ya no está para que una tragedia perdida pueda ser audible. Resignificar la historia es el paso inquietante e indispensable para contribuir a deshilachar el discurso encubridor y equívoco del presente, heredero de los valores de un liberalismo mistificador. Tampoco es tarea fácil, cuando las corrientes del revisionismo histórico -que fueron muy severas en el juicio a la política mitrista- han perdido todo espacio vigente en la historiografía argentina, interesadamente descalificados sus historiadores junto a los proyectos nacionales que los impulsaron, desde un cientificismo neoliberal. Este libro pretende contribuir a la reinstalación de una visión crítica del mitrismo, buscando superar la estrechez ideológica e instrumental de aquel revisionismo tradicional, sin desdeñar por inválidos sus importantes aportes”
La construcción de la política pública de derechos humanos, la lucha contra la impunidad que llevó a que la Secretaría se presentara como querellante e impulsara los juicios por crímenes de lesa humanidad, la recuperación de la ESMA y de otros Centros Clandestinos de Detención y extermino y su refundación como Espacios para la Memoria y para la promoción y defensa de los derechos humanos, la creación del Archivo Nacional de la Memoria, del Centro Cultural de la Memoria “Haroldo Conti” y del Centro de asistencia a las víctimas de violaciones a los derechos humanos “Dr. Fernando Ulloa” y el impulso a la coordinación regional a través de la Reunión de Altas Autoridades en Derechos Humanos y Cancillerías del MERCOSUR y Estados asociados, fueron hitos de enorme trascendencia que su impulso vital hizo posibles.
LA NACIÓN lo tuvo como enemigo. El 22-05-2010, publicaron una editorial titulada “La agenda del odio y de la venganza”, en la que decían que “se designó como secretario de Derechos Humanos al abogado Eduardo Luis Duhalde, protagonista en esa década como apologista, desde la revista Militancia , de muchos de los atroces crímenes cometidos por el terrorismo. La designación de un antiguo promotor de la violencia en un cargo de esa naturaleza sólo podría justificarse si mediara algún arrepentimiento en la persona así designada. Pero no ha sido el caso. El secretario de Derechos Humanos es absolutamente funcional al propósito de reescribir la historia, de perseguir a sus antiguos adversarios y de llevarlos a la cárcel, en condiciones a veces violatorias de los mismos derechos que debiera proteger, despreocupándose de los demás aspectos que hacen a la protección de los derechos humanos en la actualidad. En este sentido, es oportuno y triste recordar que alrededor de un centenar de ancianos han muerto en cautiverio durante prolongados procesos sin que se los haya condenado”. Los ancianos a los que se referían vale aclararlo, eran genocidas condenados por crímenes de lesa humanidad.
Eduardo Luis tomaba esas críticas y las transformaba en galardones que reconocían sus esfuerzos. Que los que alentaron las dictaduras más feroces, y se transformaron en defensores de los genocidas, lo atacaran, era para él la confirmación de que estaba en el buen camino. Ese en el que una vez más fue generoso conmigo y me permitió acompañarlo, desde diciembre de 2007, como su Subsecretario de Protección de Derechos Humanos.
Si alguien expresaba mejor que nadie la perfecta simbiosis entre la idea y la práctica era él. Una vida dedicada a luchar por la dignidad humana. Siempre con alegría, con un humor no exento de la exacta cuota de sarcasmo. Con sus enseñanzas y su solidaridad. Con el afecto a flor de piel. Con ese compañerismo que hacía que cualquiera que lo conociera se decidiera a acompañar sus aventuras, por utópicas que parecieran. Once años sin su presencia física no borran su inmensa estatura, llamando al combate perpetuo contra la miseria, la desigualdad, la indignidad. Maestro, amigo, compañero, Eduardo Luis Duhalde está presente. Ahora y siempre.