Señora de ojos vendados, que estás en los tribunales, sin ver a los abogados, baja de tus pedestales, quítate la venda y mira: cuánta mentira!!! (María Elena Walsh, Oración a la Justicia).  Si la implacable cronista de nuestra realidad que fue María Elena Walsh caminara entre nosotros en estos días de pandemia, cuánto material tendría para alimentar su exquisita vena poética. Seguramente, el producto de sus reflexiones sería, ética y estéticamente, infinitamente superior al que nos ofrecen los escribas de LA NACIÓN. Que han decidido apuntar sus plumas, tan pobres al lado de la exquisita poetisa, al problema de los tribunales. Porque empecemos por eso. Cuando los tinterillos de don Bartolo (y nobleza obliga, los de prácticamente todos los medios de comunicación de este país) mencionan a la Justicia, no se están refiriendo a ese valor supremo que los romanos consideraban el arte de lo bueno y equitativo, y que se traducía en la conducta de dar a cada uno lo que le correspondía. No. Están hablando del Poder Judicial que es, en nuestro ordenamiento jurídico político, uno de los tres poderes del Estado. Pero que no es “la Justicia”. Es el Poder que está encargado de administrarla, tarea que, a estar al escaso respaldo social que recoge en la población, está lejos de cumplir satisfactoriamente. Existe al respecto un consenso mayoritario que cree que, como está hoy, el Poder Judicial no sirve para los fines para los que fue creado, cuando Montesquieu y los enciclopedistas de la Francia pre revolucionaria pensaron en cómo organizar el Estado que reemplazaría al Ancien Regime y que estaría imbuido del espíritu de las leyes. Las constituciones que nacieron al calor de la ola surgida hace más de doscientos treinta años al ritmo de las estrofas de la Marsellesa, coincidieron en dividir las funciones del Estado en tres poderes: un Ejecutivo que administrara los asuntos de la Nación, un Legislativo que creara las reglas de conducta a las que todos deberían ajustarse y un Judicial que se encargara de resolver los conflictos nacidos en torno al cumplimiento de esas reglas. De ahí a que esos nobles deseos se hicieran realidad, median distancias muchas veces insalvables. El caso argentino es un claro ejemplo. Divididos los poderes según el esquema mencionado, la Constitución de 1853 puso a la cabeza del Judicial a una Corte Suprema que recién fue creada luego de que Bartolomé Mitre (sí, el fundador de LA NACIÓN) diera el primer golpe de Estado contra un gobierno constitucional y desplazara a Santiago Derqui para hacerse elegir Presidente. Creada en 1862, la Corte comenzaría a funcionar al año siguiente. Los corifeos del mitrismo suelen cacarear que Mitre no eligió a los integrantes de esa primera Corte de entre sus partidarios, pero obvian recordar el requisito implacable que condicionaba sus nombramientos: haber sido enemigos de Juan Manuel de Rosas y del federalismo de las montoneras gauchas. Nada que tuviera olor a pueblo podía aspirar a tan altos estrados. Ya Sarmiento había advertido a don Bartolo: No escatime sangre de gauchos. Es un abono que es preciso hacer útil a estas tierras, le aconsejó en la carta escrita para celebrar el triunfo de Pavón. Con ese esquema de selección, el Poder Judicial supo escoger sus integrantes entre las familias del poder construido después de Caseros, o al menos, entre quienes servían los intereses de ese poder. Ni siquiera el triunfo plebeyo de Hipólito Yrigoyen, nieto de un mazorquero, conmovió las estructuras oligárquicas de la Corte Suprema. En 1930, al tiempo del golpe de Uriburu, la presidía José Figueroa Alcorta. Y esa Corte daría uno de los instrumentos más repudiables que recuerde la historia judicial de nuestro país. Anoticiada por el golpista triunfante el 6 de septiembre de 1930 de que Von Pepe (como apodaban al nuevo dictador, por sus simpatías germanófilas) se había proclamado presidente, en lugar de repudiar la interrupción del orden constitucional y reclamar la plena vigencia de las instituciones, los cortesanos prefirieron consagrar la nefasta doctrina de facto según la cual no importaba el origen del ejercicio del poder, si éste era efectivo. El Estado siempre es el mismo, se dijo desde entonces. Con pocos cambios, la Corte de 1943 reiteraría esa doctrina frente al golpe del 4 de junio. Pero cuando tras las elecciones del 24 de febrero de 1946, el peronismo accedía, ungido por el voto popular, al gobierno de la Nación, una de las tareas que emprendió fue el saneamiento de la Corte. Sometidos a juicio político los firmantes de las acordadas de 1930 y 1943, terminaron desplazados y los nuevos ministros reflejaron en sus fallos el nuevo tiempo que se construía desde que el subsuelo de la patria sublevada irrumpiera en la escena política nacional. No por casualidad, la Corte del gobierno constitucional derrocado en septiembre de 1955 fue desplazada por la dictadura fusiladora de Aramburu y Rojas. Como un remedo de los tiempos de Mitre, desde entonces y hasta 1973 el requisito para integrar la Corte Suprema era no haber cometido el pecado del peronismo. Requisito repetido luego, entre 1976 y 1983. Idas y vueltas de un poder que nunca cumplió a rajatabla su misión, condicionaron no solo a la Corte sino a todo el sistema de administración de justicia de nuestro país, más allá de los esfuerzos de muchos Magistrados y funcionarios judiciales de honradez y probidad acreditadas, que los hubo y los hay. Apellidos que se repiten de generación judicial en generación judicial, dando pie a la creencia popular en la existencia de la familia judicial, creencia asentada sobre bases sólidas, hicieron carne en el cuerpo social la identificación del Poder Judicial como un coto cerrado, con sus propias reglas e intereses, ajeno al resto de los avatares del país. Único poder no sometido al escrutinio popular, ya que sus integrantes no son electos por el sufragio, el judicial fue deteriorando su imagen en una danza macabra de jueces que creaban sus propias reglas, más allá de cualquier orden jurídico, y que se valían de policías, espías y empleados de los medios para construir un sistema persecutorio de todo aquel que fuera contrario a los intereses de la elite tribunalicia. A tal punto que cuando uno lee que Carlos Pagni titula su columna del 23 de julio de 2020 “EL PODER Y LA CORRUPCIÓN BAILAN JUNTOS EN TRIBUNALES”, no puede estar en desacuerdo con esa frase. Claro que el contenido de la columna, como suele suceder con todo lo que publica la Tribuna de Doctrina dista mucho de tener un punto de contacto con la realidad que describe el título en cuestión. No, ya establecidos en columnas anteriores los ejes del desacuerdo constante entre el Presidente y la Vice, de la vocación autoritaria del gobierno que comenzó su gestión el 10 de diciembre de 2019, del atropello de las libertades que significó la decisión de priorizar el cuidado de las vidas por sobre el de los intereses económicos, sembrada la semilla de que la pandemia no era tan grave como para creerle a Alberto Fernández y su comité de expertos, bautizados como la infectadura, reducido el primer mandatario al papel de un títere sin decisiones propias, llegó el turno de batallar en defensa de ese Poder Judicial que ha sabido ser tan fiel custodio de los mismos intereses que LA NACIÓN defiende en el campo comunicacional. No es que, como dicen las encuestas, solo el 11% de la población tiene algún respeto por el Poder Judicial, y que eso solo bastaría para reclamar la urgente modificación del sistema de administración de justicia. No. El problema es que Cristina busca su impunidad y el castigo de sus adversarios y quiere colonizar el Poder Judicial con sus fieles.Por eso,  “El fuero penal se ha convertido en el principal campo de batalla entre el oficialismo y la oposición. Las decisiones en ese terreno están destinadas a ser analizadas a la luz de esa contienda. Es lo que sucede con la reforma judicial. El Gobierno la presentará como un esfuerzo por despejar los vicios del sistema. En especial, de los tribunales federales. Pero para una lectura crítica saltan a la vista los hilos que se mueven para conseguir la absolución de actores relevantes del kirchnerismo. Sobre todo, de su líder, Cristina Kirchner”. Hay que reconocer que una vez establecida una línea editorial, los escribas del mitrismo son lo suficientemente disciplinados como para seguirla tenazmente. Así, Claudio Jacquelin el 25 de julio de 2020 desnudaba las “LECCIONES DE CRISTINA PARA QUE TODOS APRENDAN”. ¿De qué lecciones hablaba? Pues se refería que Cristina, “al apostrofar al senador Lousteau. Le dio cátedra sobre el imperio de las mayorías. Aunque eso implique violentar reglamentos, leyes y la Constitución. O silenciar a las minorías. Minucias. Si están los votos, las razones sobran. Para que aprendan”. No vaya usted a creer que la Vicepresidenta ejerció su rol de Presidenta del Senado y las facultades que del mismo nacen, para ordenar los debates y evitar que, cuando no se puede ganar una votación, los perdedores se desquiten ofediendo a los que impusieron su criterio. No. Es la eterna vocación autoritaria del peronismo, nos dice Jacquelin. Que ahora va por el Poder Judicial. Por eso, al gracioso Carlos M. Reymundo Roberts le pasó que “LA COLUMNA SE ME PUSO SERIA” (25 de julio de 2020). En tono de sorna y luego de poner como ejemplo de gobernante al Presidente uruguayo, que por estos días se ocupa prolijamente de desandar cualquier camino de reconocimiento de derechos para las mayorías implementado durante los gobiernos del Frente Amplio, el redactor nos dice que “No es imprevisión del gobierno argentino, sino pésima suerte, mantener a un país encerrado durante cuatro meses porque se venía el pico de contagios, y liberarlo justo cuando llega el pico; se ve que querían darle la bienvenida con la gente en la calle”. O sea. Hasta ahora reclamaban que se liberaran las actividades. Ya sabemos para qué: para que cuando aparezcan las víctimas fatales, haya de qué culpar al gobierno. El problema lleva a encontrar a los “KIRCHNERISTAS PERDIDOS EN SU PROPIO LABERINTO”, como escribe el novelero Jorge Fernández Díaz también el 25 de julio de 2020. Con su habitual estilo folletinesco, el Fernández que no está con los Fernández proclama que “El pacto entre el regente y su jefa política constaba de tres puntos: negociación de la deuda (viene con atraso), reforma judicial (vamos por todo) y reactivación (te la debo). No sabemos si el último ítem se habría finalmente logrado, pero la pandemia, el discutible manejo de las cuarentenas perpetuas y la falta de planes y decisiones macroeconómicas confirman su imposibilidad”. Cómo pudo saber el novelero los términos del supuesto pacto, es cuestión que no se debate. LA NACIÓN pontifica y su palabra debe creerse incluso contra toda evidencia. Por eso, va de nuevo: “excarcelaron a un ejército de 2700 presos peligrosos y luego de cien días de robos y asesinatos pidieron desesperadamente el concurso de tres mil gendarmes para detener el desastre que ellos mismos habían provocado. El Estado kirchnerista se quiere meter en todo, pero falla y deserta de lo que específicamente le corresponde”. A ver. Las excarcelaciones, vale la pena repetirlo hasta el cansancio, no las dispone el Ejecutivo sino que son facultades de los jueces. No hay registro de los 2700 presos peligrosos supuestamente liberados. Ya citamos los informes concretos que dan cuenta de la falsedad de esa aseveración. Y reiteremos: es perverso atribuirla al Estado kirchnerista cuando, si hubo libertades, fue por decisión del Poder Judicial. El mismo que LA NACIÓN defiende. Pero hay que meter por donde sea la cuestión de la inseguridad, caballito de batalla que enardece los espíritus autoritarios y siempre proclives a la mano dura y el punitivismo, pese a que tales ejemplos no sirvieron nunca para otra cosa que alimentar espirales de violencia y no para crear condiciones de una seguridad democrática. Pero es otro tema. Total, ya sabemos que el Presidente no sabe qué hacer. Pablo Sirvén sirve a ese propósito cuando el 26 de julio de 2020 dice que “PLANES SÍ PLANES NO: EL DILEMA DE ALBERTO”. Leyendo al antiguo cronista de espectáculos nos enteramos que el Presidente, en vez de seguir el camino indicado por el pasquín sesquicentenario, “prefiere en cambio empantanarse al insistir con metáforas panfletarias ideales para videograph televisivos o titulares de diarios, como aludir al gobierno que lo procedió como ‘otras pandemias que vivió la Argentina sin que ningún virus haya pasado’. Inoportuna insensibilidad en momentos en que arrecian los casos de Covid”. Para el servicial Sirvén, se ve que el gobierno de Macri fue ejemplar, y no causó ningún perjuicio al país. No se debe haber enterado de la millonaria deuda contraída, con su contrapartida de una equivalente fuga de millones de divisas; tampoco de la doctrina del gatillo fácil y su consecuencia de muerte, consagrada como el camino a seguir para las fuerzas de seguridad; ni de la destrucción de miles y miles de pequeñas y medianas empresas y comercios, con su consecuencia de también miles de desempleados y de aumento de la pobreza, de abandono de la salud pública, de pauperización del sistema educativo, del no construir hospitales y ni siquiera terminar los que estaban empezados, de oponerse a las universidades del conurbano porque los pobres no están hechos para el estudio. Desastres tan graves como los que causa la pandemia actual, pero sin un virus como causante. Con un gobierno que los causó, y que buscó cubrirse con los servicios de un sistema judicial que causa daños tan persistentes como el coronavirus. Que viene con su carga fatal, nos dice Joaquín Morales Solá el 26 de julio de 2020: “CUANDO LA MUERTE ACECHA” titula su columna, pero no es que vaya a plantearse que el descuido, la falta de solidaridad, el poner por delante del cuidado de todos los caprichos o intereses de unos pocos son los mejores aliados de esa muerte. No, para Morales Solá “La sociedad vive entre dos temores: el del contagio y la muerte o el del robo violento y la muerte. La muerte es ahora un vecino demasiado cercano”. El contagio que si circula es por falta del cuidado que tantas veces fue vilipendiado por los escribas del mitrismo, siempre dispuestos a decir que cada uno se debe cuidar como puede, pero que el Estado no tiene que cuidar a nada más que los intereses de los poderosos. Porque si quiere cuidar a los desvalidos, a los que se encuentran en situación de vulnerabilidad, entonces se transforma en un monstruo atropellador de las libertades individuales. La inseguridad, ese caballito de batalla tan usado por la derecha, es en gran medida causada por un sistema de administración de justicia incapaz de dar respuestas certeras. Pero no se puede ir en contra del mismo. Por el contrario, el problema para don Joaquín es que “La dirigencia política decidió, en ese contexto, que el problema más serio del país es el número de jueces que tiene, no la calidad de ellos”. Premisa falsa del principio al fin. Antes de la pandemia, desde su campaña electoral y cuando asumió la Presidencia, Alberto Fernández fue lo suficientemente claro en su objetivo de producir una profunda reforma judicial, que no sólo se ocupe del número de jueces existente sino también de la calidad de los mismos. Lo anunció en su discurso inaugural, y si algo puede decirse del tema, es que tal vez tardó más de lo que la sociedad esperaba en presentar sus propuestas. Pero es que no se le puede creer a alguien como el Presidente, capaz de aliarse nada menos que con Cristina Fernández de Kirchner. Carlos Pagni viene a esclarecer a sus lectores y a presentar a “ALBERTO FERNÁNDEZ Y EL DIÁLOGO COMO SIMULACRO” en su columna del 28 de julio de 2020. De movida, instala la creencia de que el Presidente engaña a la sociedad. Y prueba de eso, y de que también él participa de la vocación autoritaria del peronismo es que en la comisión de notables convocada para que presente una propuesta sobre la Corte Suprema de Justicia, “el rasgo más interesante es que no hay ningún opositor. Esta es una reforma de la Corte que se hace con gente ligada al oficialismo o que está en las inmediaciones del oficialismo, pero no se ha convocado oficialmente a la oposición para que aporte saber técnico a esta comisión. Por eso cuando se dice que Fernández es un hombre de diálogo, aparece allí un signo de interrogación. ¿Diálogo o una ficción de diálogo?”. A ver. Es falso que la reforma se haga con gente ligada al oficialismo o que está en sus inmediaciones. Por el contrario, muchos de los nombres convocados están bien lejos del pensamiento de los grupos que componen la coalición gobernante. Ni Inés Weimberg de Roca, la amiga del gimnasio de Mauricio Macri, ni Andrés Gil Domínguez ni muchos otros de los nombrados pueden ser acusados de oficialistas o cercanos al gobierno. Pero decir las cosas como que fueran verdades, incluso a sabiendas de que no lo son, es una técnica clásica de los columnistas del pasquín de los Mitre. Sigue Pagni acusando: “Hay en Fernández un montaje de diálogo, por lo menos, cínico… Debería ser imposible pensar toda la reforma judicial sin un acuerdo político. Pero Fernández, que se presenta como un hombre de diálogo, parece que no lo busca o que no lo dejan buscarlo”. Nuevamente la frase peca de falsedad. Porque la reforma judicial no es un hecho consumado ni mucho menos. La comisión de notables ni siquiera se ha constituido formalmente; mucho menos podemos conocer de sus propuestas, que lejos están de haberse presentado. Por otra parte, toda la reforma, sea la del número de tribunales, sea la de la integración y funciones de la Corte, sea de los futuros nombres que se propongan para los cargos que haya que cubrir, solo puede sancionarse luego del debate que se produzca en el ámbito del Congreso Federal, sede natural de las discusiones políticas. Hay muchas ideas a presentar y mucho debate a producir, antes de que se produzca la reforma del sistema judicial. Que ojalá que ocurra y que termine con esa historia de un poder casi siempre de espaldas al pueblo. El que no cree que eso sea posible es Joaquín Morales Solá, que el 28 de julio de 2020 ya emite su sentencia. “UNA REFORMA QUE NACE ENFERMA”. Todo lo dicho antes vale acá también. Sin conocer siquiera cuál es la propuesta de reforma, ya Morales Solá la descalifica. Porque en la misma va a participar nada menos que el defensor de Cristina Fernández de Kirchner, y “¿Qué otra cosa podría hacer Beraldi si no promover una Corte Suprema con más jueces que los actuales para mejorar la situación de su defendida Cristina Kirchner? Esos nombres son emblemáticos y se mezclan con los buenos propósitos declamados de la reforma judicial de Alberto Fernández. El Presidente debió saber de antemano que sus intereses políticos se enfrentarían con los intereses políticos de su vicepresidenta. La reforma nace enferma y su pronóstico no es bueno”. Pareciera que ya la reforma es un hecho y que su único autor es Carlos Beraldi, hombre de sobrado prestigio en el ambiente del derecho y sus profesionales. Pero no importa. Hay que decirlo desde ya, es la prédica del mitrismo. No sea cosa que la reforma se haga y los amigos de LA NACIÓN que hoy pueblan tanto despacho pierdan sus privilegios y su poder. No sea cosa que alguna vez en este país, la Justicia se saque su venda y decida mirar de frente a quienes la prostituyeron tanto tiempo y decirles que se acabó. Que ahora, de una vez por todas, la balanza se inclinará para el lado de quienes tanto tiempo padecieron su ausencia. Que se acabaron los espías que fabrican datos para que fiscales a la carta produzcan sus acusaciones. Que los empleados de los medios no dictan sentencias. Que la función de los magistrados es ser la garantía de los derechos de todos. Que no se va a perseguir a nadie más por sus ideas. Que no se va a justificar cualquier atropello en la conveniencia de los amigos. Que esa mentira que asqueaba a María Elena Walsh es solo un triste recuerdo. Que así sea.

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