Tras la catástrofe que ocasionó la Segunda Guerra Mundial, Italia debió resurgir de la oscuridad del fascismo y recomponer no solo las relaciones políticas sino también las culturales. Fruto de ese renacimiento, el neorrealismo cinematográfico consagró una pléyade de notables actores, como Marcello Mastroianni, Vittorio Gassman, Alberto Sordi o Ugo Tognazzi, actrices como Anna Magnani, Giulietta Masina, Silvana Mangano y Sophia Loren, y directores como Vittorio de Sica, Federico Fellini, Mario Monicelli o Dino Risi, entre muchos otros. De profundo contenido humanista, y con una crítica certera a los vicios de la sociedad italiana que generalmente se expresaba a través de un humor ácido, el cine italiano de las décadas de 1950 y 1960 dejó una serie de títulos notables que perduran entre las mejores expresiones del séptimo arte.

Hay, específicamente, una película que Dino Risi filmó en 1963 con Gassman y Tognazzi protagonizando una serie de episodios que iban desde el rol de la Iglesia al del Parlamento, de la educación al deporte, de la sexualidad a la infidelidad. Los Monstruos, se llamó. Catorce años después, el mismo Risi, junto a Ettore Scola y Monicelli filmaron una secuela que nombraron Los Nuevos Monstruos, agregando a Alberto Sordi junto a Gassman y Tognazzi.    

La realidad argentina hace que uno piense en esos títulos. Porque cotidianamente nos muestra cómo pululan esos monstruos que parecen personas comunes -pero no lo son- y de cuántas maneras que a veces ni imaginamos corrompen la vida de nuestra sociedad.  Monstruos que aparecen en las pantallas televisivas, monstruos que escriben en los medios de comunicación, monstruos que ocupan cargos en las cámaras del Congreso, en los estrados tribunalicios, en partidos políticos, contaminando cada vez más las instituciones de una democracia que va quedando reducida a un esqueleto formal que poco tiene que ver con el poder del pueblo que imaginaron los griegos.

Ejemplos sobran. La editorial de LA NACIÓN del 08/11/2022 da una muestra acabada. Bajo el engañoso título “Justicia ideologizada, derechos conculcados”, la columna se dedica, una vez más, a defender lo indefendible: a los protagonistas del terror genocida que asoló la Argentina hasta diciembre de 1983. Título engañoso porque la Tribuna de Doctrina que fundara Bartolomé Mitre en 1870 se especializa en equiparar ideología con algo que se debe rechazar. Pero lo que la palabra ideología significa es una cosmovisión que se expresa en todas las actividades humanas: la política, las artes, las ciencias, la cultura. Una cosmovisión que carga también los contenidos que el pasquín hoy dirigido por Saguier publica día a día. Saben, los editorialistas, que hay ideologías de diverso cuño, buenas y malas. Y saben sin duda alguna que la ideología del terror genocida es de las malas. 

LA NACIÓN ve una persecución judicial que dura trece años contra Carlos Pedro Blaquier. Ignora, prolija y despiadadamente, que lo que dura ya más de cuarenta y seis años es la injusticia sufrida por las víctimas del trágico evento conocido como La noche del apagón: entre el 20 y el 27 de julio de 1976, las fuerzas represivas detuvieron a más de cuatrocientas personas entre trabajadores de los ingenios, obreros, estudiantes, sindicalistas, militantes políticos. Treinta y tres continúan hoy como detenidxsdesaparecidxs. Múltiples testimonios señalaron la participación de los directivos de los ingenios en los hechos, por ejemplo, proveyendo vehículos a las fuerzas represivas, en los cuales eran trasladados los detenidos. A Blaquier se le imputa la participación en al menos veintiséis casos de privación ilegal de la libertad y en otros treinta y seis casos de secuestros seguidos de muerte o de desaparición forzada. La causa estuvo seis años, entre 2015 y 2021, durmiendo el sueño de la injusticia en los despachos de la Corte Suprema de Justicia. 

Nada de eso le preocupa a LA NACIÓN. Para el diario, lo preocupante es la continuidad del proceso de Memoria, Verdad y Justicia. Que continúen los juicios por crímenes de lesa humanidad es, a su criterio, una muestra de una “Argentina en la que el fiel de la Justicia se muestra descalibrado a fuerza de venganza, odio y revanchismo, son muchos los presos políticos que reclaman por sus derechos”.  

Milagro Sala y sus compañerxs, algunos ya con casi siete años de injusta cárcel, no son presos políticos ni merecen reclamo alguno. La defensa de LA NACIÓN es para los militares y civiles detenidos en los procesos reabiertos por lo ocurrido durante el terrorismo de Estado. Basta mirar las columnas de avisos fúnebres, cuando alguno de los genocidas fallece: víctimas del odio montonero, se los califica. Aunque estén procesados y condenados por los mismos tribunales cuyos fallos aplauden, cuando se dirigen contra dirigentes políticos del detestado kirchnerismo o contra militantes populares que reclaman por sus derechos. Entonces no hay conculcación, para los editorialistas de la Tribuna de Doctrina de la derecha vernácula.

El reclamo de justicia de las víctimas del terror estatal, desatado por aquellas dictaduras que LA NACIÓN aplaudió y cuyas políticas fueron sostenidas en sus páginas, es para los herederos de Mitre “un relato falaz y un andamiaje judicial armado que atenta contra el principio de dignidad de la persona humana y las garantías constitucionales”. El impulso a la continuidad de los juicios no es más que “parte del siniestro plan que desde el poder pretenden imponernos y que continúa cobrándose injustamente muchísimas vidas”.

Ya en una editorial anterior, del 27/10/2022, bajo el título “Verdad y justicia, o ideología y venganzaLA NACIÓN había hecho públicos sus reclamos a favor de los autores, inspiradores y ejecutores del plan criminal que se desplegó a través de violaciones masivas y sistemáticas de los derechos humanos, llevado a cabo por Videla, Martínez de Hoz y sus secuaces. En esa columna, sostuvieron que “Largos años de relato kirchnerista han servido para alejar a gran parte de la sociedad de la verdad e incluso el cine ha sumado últimamente cierta manipulación de la historia con ribetes hollywoodenses, que termina siendo funcional al poder de turno. Se han sembrado el odio y el revanchismo también en estos terrenos, instalando en las jóvenes generaciones miradas falsas y distorsionadas sobre lo ocurrido en los dolorosos años 70”. En esas líneas defendían la figura de Jaime Lamont Smart, un abogado que integró la ilegal Cámara Federal en lo Penal, el Camarón de triste e inconstitucional actuación durante la dictadura de Alejandro Agustín Lanusse y se desempeñó después como Ministro de Gobierno en la provincia de Buenos Aires, cuyo gobierno estaba usurpado por Ibérico Saint Jean.

 Smart fue condenado a prisión perpetua en tres causas: Circuito Camps (2012), La Cacha (2014) y Brigada de San Justo (2020). Durante la gestión de Mauricio Macri no le fue tan mal, logró que la Cámara de Casación le diera el beneficio de la detención domiciliaria, en un fallo firmado por los amigos del fanático de Netflix Gustavo Hornos y Mariano Borinsky. Tal vez sea preciso recordar que entonces era Ministro de Justicia Germán Garavano, cuyo padre Carlos había sido empleado de aquel Camarón.

Las editoriales de LA NACIÓN nunca reclamaron por los desaparecidos, los asesinados, los torturados, los recluidos en los más de seiscientos ilegales Centros Clandestinos de Detención y Exterminio que funcionaron en la Argentina durante los días del terror. Por el contrario, sí lo hicieron para pedir la impunidad de los genocidas. El día siguiente al triunfo de Mauricio Macri en las elecciones de 2015, la Tribuna de Doctrina sostenía que ”Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar. Debatir que quienes sembraron la anarquía en el país y destruyeron vidas y bienes no pueden gozar por más tiempo de un reconocimiento histórico cuya gestación se fundó en la necesidad práctica de los Kirchner de contar en 2003 con alguna bandera de contenido emocional” (“No más venganza”, editorial del 23/11/2015). Para ellos, que aplauden todavía las políticas que llevó adelante la dictadura, buscar justicia es reclamar venganza. 

Dicen ser defensores de las instituciones de la República, en un sonsonete que sintoniza con las proclamas del variopinto arco opositor, que cuando ejerció el gobierno usó esas instituciones para armar mesas judiciales donde convivieron espías, funcionarios, fiscales, empleados de los medios y magistrados, coordinados por el todavía prófugo Pepín Rodríguez Simón, mesas dedicadas a fabricar causas y a encarcelar opositores. No defendieron esa institucionalidad cuando Mauricio Macri intentó designar por decreto dos jueces de la Corte, ni señalaron la indignidad cometida por quienes aceptaron la ilegal designación. Indignidad que no se borra por el acuerdo que posteriormente les diera el Senado.

LA NACIÓN tampoco defiende la institucionalidad hoy, cuando esa Corte de los Milagros que ejerce casi la suma del poder público atropella los atributos de otro Poder y decide, en un nuevo acuerdo con el arco opositor, que a los representantes del Senado ante el Consejo de la Magistratura los eligen Rosatti y Rosenkrantz. Personas a las que nadie votó ni eligió para que decidan en nombre de quienes representan a las provincias y a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, por el mandato popular expresado en las urnas. Ni Rosatti ni Rosenkrantz son senadores. Dice el artículo 64 de la Constitución Nacional que “Cada Cámara es juez de las elecciones, derechos y títulos de sus miembros en cuanto a su validez”, y el artículo 66 agrega que “Cada Cámara hará su reglamento”. A su vez, el artículo 112 establece que los jueces de la Corte Suprema “prestarán juramento.. de desempeñar sus obligaciones, administrando justicia bien y legalmente, y en conformidad a lo que prescribe la Constitución”.

Ahora nos enteramos que la Corte ha decidido cómo se conforman los bloques del Senado, en abierta contradicción con lo que dispone el artículo 55 del Reglamento de esa Cámara, que estipula que “Dos o más senadores pueden organizarse en bloques de acuerdo a sus afinidades políticas. Cuando un partido político o una alianza electoral existente con anterioridad a la elección de los senadores tiene sólo un representante en la Cámara, puede asimismo actuar como bloque”.

Existen los siguientes bloques: Frente Nacional y Popular (de veintiún miembros), Unidad Ciudadana (de catorce miembros), de la Unión Cívica Radical (dieciocho miembros), del PRO (nueve miembros), de Integración y Desarrollo Chubutense (dos miembros), de Producción y Trabajo (un miembro), del Movimiento Popular Neuquino (un miembro), Justicialista 8 de octubre (un miembro), del Partido por la Justicia Social (un miembro), de Córdoba Federal (un miembro), de Juntos somos Río Negro (un miembro), del Partido de la Concordia Social (un miembro) y de Hay Futuro Argentina (un miembro).

Cristina Fernández de Kirchner no integra ninguno de esos bloques: preside el Senado porque fue electa como Vicepresidenta de la Nación, y como tal le corresponde ejercer esa presidencia. No decide quiénes integran los bloques, ni cómo se conforman los mismos, ni quiénes son las autoridades de cada bloque, ni a quién elegirán para representarlos en los casos en que corresponda hacerlo. 

Horacio Rosatti se autoeligió como presidente de la Corte Suprema, cargo que desempeña desde el 1o de octubre de 2021. El 16 de diciembre de 2021 fue uno de los firmantes de un fallo por el cual se reestableció la conformación del Consejo de la Magistratura establecida por la ley 24.937, haciendo lugar a un reclamo que databa del año 2006. Conforme al artículo 3o de esa ley, el Senado debe designar cuatro representantes, dos por el bloque mayoritario y uno por cada uno de los que le siguen en número. 

Si las matemáticas no fallan, entonces corresponde designar dos senadores por el Frente Nacional y Popular, uno por la Unión Cívica Radical y uno más por Unidad Ciudadana, de acuerdo al número de integrantes de cada bloque. Pero la Corte acaba de decidir que el Frente Nacional y Popular y la Unidad Ciudadana conforman un solo bloque, y que por lo tanto el tercer representante del Senado ante el Consejo de la Magistratura debe ser del bloque PRO. Curiosamente, esa operación de unificación de bloques porque serían los dos oficialistas no opera cuando se trata de los muchos bloques de la oposición. 

Peor aún pintan las cosas cuando se advierta que Horacio Rosatti fungió como juez y parte, ya que es quien preside el Consejo de la Magistratura sobre cuya conformación resolvió en el fallo en cuestión. Fallo que es tan político que el inefable Joaquín Morales Solá lo aplaudió en su columna del 08/11/2022 “Cristina, una política derrotada”, donde sostuvo que “la Corte Suprema le asestó ayer un golpe intelectualmente fuerte y políticamente devastador cuando anuló un decreto parlamentario, que lleva su firma, por el que ella desconoció la representación de la oposición en el Consejo de la Magistratura”. Como siempre, la frase es mentirosa. No fue Cristina quien designó a Martín Doñate como representante del bloque de Unidad Ciudadana. Firmó la comunicación al Consejo de la Magistratura porque es quien preside el Senado. 

Ahora bien, Morales dice que la Corte hizo lo que no puede hacer: actuar políticamente. Morales pontifica: el fallo tiene “muchos párrafos que le dedica a la necesidad de respetar las instituciones, la representación popular y los partidos políticos, incluidos en la Constitución como parte del sistema democrático. El tribunal se levantó como maestro de educación cívica de la vicepresidenta”. No, Morales. Lo que usted dice, como de costumbre, no es cierto. Lo que el fallo hace es faltarle el respeto al Senado, a la representación popular y a los partidos políticos. Les dice, cual maestro ciruela de la peor especie, cómo tienen que conformar los bloques y elegir sus representantes. Si esa es la idea que tienen de la educación cívica, hay que reprobarlos. A Morales y a los Cortesanos que firmaron tal disparate que causa un verdadero y grave conflicto de poderes. ¿Se entiende por qué todo esto recuerda a aquellas clásicas películas del neorrealismo italiano? La única diferencia es que en esas obras maestras la crítica se ejercía a través del humor. Y esta realidad no tiene nada de graciosa.

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