Las múltiples dimensiones de Eduardo Luis Duhalde (In Memoriam)

De hecho, las ideas no pueden realizar nada. Para realizar las ideas, se necesitan hombres que ponen en juego una fuerza práctica (Carlos Marx-Federico Engels La Sagrada Familia, o crítica de la crítica crítica. Buenos Aires, Ed.Claridad, pág. 140). Si esa frase cabe a algún personaje contemporáneo, no cabe duda que Eduardo Luis Duhalde reúne todos los requisitos necesarios.

Entró a la Facultad de Derecho de la UBA con sólo 16 años, y apenas recibido, asociado con Rodolfo Ortega Peña asumíeron la defensa penal de la CGT por el plan de lucha que incluyó la toma de más de ocho mil establecimientos, y llegaron a ser abogados de más de 25 gremios, en alrededor de 2000 juicios, al tiempo que denunciaban la desaparición de Felipe Vallese no sólo en los estrados tribunalicios sino publicando un libro que resumía el hecho criminal y describía la práctica que luego se haría común en dictaduras posteriores.

Más tarde, a la defensa de los presos peronistas perseguidos por la proscripción decretada desde el ’55, sumaron la de todos los militantes populares perseguidos por las dictaduras de Onganía, Levingston y Lanusse, sin hacer distinción alguna por su origen, dando a las defensas penales una nueva dimensión: la defensa política. Contexto en el cual la masacre de Trelew los marcó profundamente, porque entendieron que no se trataba de un episodio más, sino que anunciaba una profundidad del horror hasta entonces no alcanzada y la sistematización de los métodos represivos.

También en la historia se diferenciaron, al usar el estudio de nuestro pasado como herramienta de lucha en el presente que les tocaba vivir. Herejía imperdonable para muchos, cultores de una historia presuntamente neutral que, en la práctica, tomaba partido por la visión de los sectores dominantes. A ellos Duhalde les contestaría, años después, con rotunda claridad: “mientras ustedes describieron la platería de los estancieros, nosotros preferimos narrar los sufrimientos de la peonada”.

Fruto de esa colaboración fueron varios libros, leídos casi como objetos de culto en su época: Baring Brothers y la historia política argentina: la banca británica y el proceso histórico nacional de 1824 a 1890; “Facundo y la Montonera: historia de la resistencia nacional a la penetración británi- ca; El asesinato de Dorrego. Poder, oligarquía y penetración extranjera en el Río de la Plata; Las guerras civiles argentinas y la historiografía; San Martín y Rosas: política nacionalista en América; Felipe Varela contra el imperio Británico: las masas de la Unión Americana enfrentan a las poten- cias europeas; Folklore argentino y revisionismo histórico (La Montonera de Felipe Varela en el Cantar Popular)”, obras que se transformaron en documentos imprescindibles para el análisis de nuestro pasado.

Al mismo tiempo, asumir las luchas revolucionarias desde un pensamiento nacional los llevó a relacionarse con John W. Cooke, y a asimilarse al peronismo, que para ellos era la identidad política necesaria para la transformación política y social de la Argentina. Su popularidad fue tan grande que Leopoldo Marechal los transformó en personajes de su épica, como los Barrantes y Barraza que transitan las páginas de Megafón o la guerra, donde los definió certeramente como “dos mellizos engendrados en la propia matriz de la desvergüenza”.

Tras la vuelta de Perón y el triunfo popular del 11 de marzo de 1973, agregaron la docencia a sus ya múltiples quehaceres y también allí fueron transformadores. Sus cátedras multitudinarias convirtieron el estudio del derecho en una práctica en la cual los alumnos asumían la tarea de juzgar la historia argentina y sus protagonistas.

Pero la primavera camporista se agotó en cuarenta y nueve intensos días. Eduardo y Rodolfo veían cómo el gobierno se alejaba cada vez más del programa liberador votado en marzo. Desde la revista Militancia peronista para la liberación, hicieron oír su crítica que llegaba no sólo al gobierno sino a las posturas muchas veces confusas de organizaciones políticas que compartían, supuestamente, el mismo espacio. Clausurada Militancia en acuerdo general de ministros, lanzaron De Frente, asumiendo el legado de John William Cooke. Pero tras la muerte de Perón, Ortega Peña se transformaba en la primera víctima asumida por las Tres A y Duhalde pasó a la clandestinidad.

Con el golpe del 24 de marzo de 1976, que lo privó de sus derechos civiles y políticos, Duhalde marchó al exilio y en enero de 1977, como presidente de la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) presentaba su primer informe al que con notable precisión llamó Argentina: Proceso al genocidio. Fueron años de denuncia incansable pero también de reflexión sobre el funcionamiento de la maquinaria genocida montada por la dictadura cívico militar, que fructificó en El Estado terrorista argentino, publicado a fines de 1983, obra que desnudó con precisión los mecanismos que la dictadura había utilizado para el disciplinamiento de la sociedad a través de masivas violaciones a los derechos humanos.

De regreso al país, creó una editorial – Contrapunto – desde la que publicó varias de las obras fundamentales de la literatura política de la época, desde el Ezeiza de Horacio Verbitsky, pasando por La noche de los lápices de María Seoane y Héctor Ruiz Núñez, y hasta las Crónicas del Apocalipsis con las que Martín Granovsky y Sergio Ciancaglini historiaron el juicio a Videla y los comandantes genocidas.

Su editorial se abrió a la memoria de las víctimas y de los organismos de derechos humanos: Matilde Herrera publicó José, Blanca Buda Cuerpo I Zona IV, y las Madres de Plaza de Mayo Nuestros Hijos. Es que para Duhalde el rescate de la memoria ocupaba un lugar central en las luchas sociales: solía graficarlo explicando que un país sin memoria era como un hombre amnésico y por ello incapaz de comprender su presente y mucho más de planificar su futuro.

A principios de 1989, Duhalde agregó a sus múltiples oficios el de director del diario Nuevo Sur, una experiencia periodística que pretendió transformarse en el medio de comunicación de los sectores que, desde la izquierda y el nacionalismo popular, se oponían al proceso neoliberal que avanzaba en la Argentina.

Aunque de breve duración – no alcanzó a cumplir los dos años – el diario constituyó una experiencia innovadora, en la cual participaron muchos periodistas que ya eran considerados entre los mejores del medio o que lo fueron luego.

A mediados de 1988, los alumnos de la recién creada Carrera de Ciencias de la Comunicación en la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires protagonizaron un reclamo masivo para que se abriera una Cátedra alternativa a la única que entonces existía, de la materia Derecho a la Información. El docente propuesto fue Eduardo Luis Duhalde.

Enrique Vázquez, que dirigía la Carrera, aceptó la propuesta y la Cátedra comenzó a funcionar. Duhalde integró a la misma a un núcleo de sus colaboradores y amigos – Carlos González Gartland, Ricardo Esparís y quien esto escribe – y a lo largo de más de dos décadas se dedicó a la docencia universitaria con el mismo empeño que puso en todas sus actividades.

Por la cátedra pasaron muchos docentes -Tilsa Albani, Oscar Martínez, Dora Salas, entre otros – y con el tiempo fueron incorporándose graduados de la carrera, que fueron antes alumnos de la materia, como Verónica Moñino, Sergio Arribá, Cecilia Batemarco o Delia Sisro, y docentes provenientes de otras experiencias como Edgar Zavala o Francisco Pestanha.

La cátedra sirvió para que Duhalde expresara su pensamiento acerca del orden informativo nacional y mundial. Ya había compartido trabajos con Sean Mac Bride, el autor del célebre informe Un solo mundo, voces múltiples, y la visión crítica que el mismo formulara en 1980 sobre la concentración de la propiedad de medios en pocas manos, la brecha tecnológica y la utilización de la comunicación como una mercancía dejó su impronta en las producciones de la materia.

Duhalde escribió primero su Introducción al Derecho a la Información; sus colaboradores produjimos las Lecciones de Derecho a la Información y Derecho de la Información (que escribimos con Carlos González Gartland y Ricardo Esparís), y más tarde me propuso una obra conjunta que editamos por EUDEBA, que fue objeto de múltiples reimpresiones: la Teoría Jurídico Política de la Comunicación.

En el 2000, y bajo su dirección, se publicó el primer número del Anuario del Derecho a la Comunicación, con firmas como las de Eugenio Zaffaroni, Víctor Abramovich y Cristian Courtis, entre otros. La crisis del 2001 frustró la continuidad de la aventura editorial, pero dejó abierta la senda para el debate que Duhalde creía necesario sobre el reconocimiento pleno del Derecho a la Comunicación como uno de los derechos humanos fundamentales, sin el cual no pueden constituirse un Estado y una sociedad democráticos.

Entre 1994 y 2003, Duhalde se desempeñó como Juez de los Tribunales Orales en lo Criminal de la Capital Federal. Allí también dejó su impronta, en fallos que recogían su pensamiento jurídico orientado a la plena vigencia de los derechos humanos.

En enero de 2003 decidió renunciar a su cargo de Juez (cuando le faltaban pocos meses para alcanzar una jubilación privilegiada) para acompañar a Néstor Kirchner en su aventura, porque no estaba dispuesto a hacer política escondido tras una columna. Kirchner le contestó “me obligás a ganar, para no verte de cartonero”. Llegado a la presidencia, le ofreció integrar su gobierno como Secretario de Derechos Humanos, cargo desde el que Duhalde construyó, a lo largo de nueve años, las políticas públicas de derechos humanos que se transformaron en el ADN del modelo kirchnerista.

El impulso decisivo al proceso de Memoria, Verdad y Justicia dado por la nulidad de las leyes de Punto Final y Obediencia Debida encontró a la Secretaría como protagonista. Al poco tiempo Duhalde se presentaba como querellante, en nombre del Poder Ejecutivo Nacional, primero en la provincia de Santiago del Estero, donde hasta entonces no había causas abiertas por el genocidio, y luego a lo largo y lo ancho del país. No se trataba de meras presentaciones reclamativas: personalmente, Eduardo recorrió los tribunales, se encontró con jueces y fiscales, puso a las áreas de la Secretaría a buscar y ofrecer pruebas y a respaldar la acción de las querellas que representaban a las víctimas y a los organismos de Derechos Humanos, con todo el peso que significaba el compromiso del estado democrático acusando al estado terrorista.

Y hubo mucho más. La restitución de derechos allí donde habían sido conculcados, y el reconocimiento en donde eran negados, constituyeron premisas básicas desde las que se fomentaron reformas legislativas que tuvieron en Eduardo al más entusiasta fogonero. Baste citar leyes como las de protección integral de los derechos de niños, niñas y adolescentes, de salud mental, de matrimonio igualitario, de despenalización de las calumnias e injurias y de servicios de comunicación audiovisual, norma ésta en la que vio plasmadas sus ideas sobre el derecho a la comunicación.

Presentó, en nombre del gobierno de Cristina Fernández de Kirchner, la querella por la apropiación ilegal de Papel Prensa, tal vez el caso que mejor resumía la sociedad entre grandes corporaciones y la dictadura. Impulsó la creación de una política federal de derechos humanos, y la replicó en el orden regional, siendo el alma mater del Consejo Federal de Derechos Humanos y de la Reunión de Altas Autoridades de Derechos Humanos del MERCOSUR.

Si algo le quedó por hacer, tal vez sea la construcción de una Teoría de los Derechos Humanos que fue una de sus últimas obsesiones, convencido de la necesidad de contar con una guía de acción que tuviera a la dignidad humana como centro de todas las preocupaciones.

En ese sendero, su ejemplo nos compromete y nos obliga. Que así sea.

Revista Zigurat Nº 7

Mayo 2013 / ISSN 1514-8874

Carrera de Ciencias de la Comunicación Facultad de Ciencias Sociales Universidad de Buenos Aires

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