El proceso de Memoria, Verdad y Justicia: el camino hacia los juicios

La impunidad de quienes cometieron crímenes contra la humanidad es incompatible con la vigencia de los derechos humanos. La II Conferencia Mundial de Derechos Humanos (Viena, 1993) señaló que combatirla es una obligación de todos los Estados. La participación del Estado Nacional en ese proceso de búsqueda de justicia atravesó distintas etapas. Asumido el gobierno por Raúl Alfonsín el 10 de diciembre de 1983, el 13 de diciembre de 1983 el presidente aprobó los decretos 157 y 158.

El primero afirmó la necesidad de “afianzar la justicia; con este fin, corresponde procurar que sea promovida la persecución penal que corresponda contra los máximos responsables de la instauración de formas violentas de acción política, cuya presencia perturbó la vida argentina”. El decreto se aplicó  particularmente a los dirigentes de organizaciones guerrilleras, instalando de este modo la teoría de los dos demonios, que equiparaba la acción de particulares al terror desplegado desde el Estado.

El segundo decreto mandó a enjuiciar a las juntas militares; el artículo 1º prescribía: “Sométase a juicio sumario ante el Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas a los integrantes de la Junta Militar que usurpó el gobierno de la Nación el 24 de marzo de 1976 y a los integrantes de las dos juntas militares subsiguientes.“ Se buscaba que fueran las mismas Fuerzas Armadas las que produjeran la depuración de quienes, desde su seno, cometieron los crímenes más aberrantes.

El de diciembre de ese mismo año fue aprobado el decreto 187, que estableció la creación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), atribuyéndole la responsabilidad de investigar las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la dictadura militar.

Su conformación no estuvo exenta de polémicas, ya que se había propuesto que se constituyera una comisión bicameral, en el seno del Congreso, pese a lo cual Alfonsín prefirió una comisión de notables, muchos de ellos objetados por los organismos de derechos humanos por su escasa participación en la lucha contra la dictadura.

La CONADEP fue conformada por 13 miembros y cinco secretarios, desplegó su acción hasta el 20 de septiembre de 1984, cuando entregó su informe final —titulado Nunca Más- y registró nueve mil denuncias, obrantes en siete mil testimonios de víctimas y familiares, mil quinientos de ellos sobrevivientes del terror. Así se documentó el accionar del terrorismo de Estado en un documento de cincuenta mil fojas, en las que constaban ocho mil novecientos sesenta casos de desaparecidos, y se constataba la existencia de trescientos ochenta centros clandestinos de detención, entre ellos la ESMA (Escuela de Mecánica de la Armada) en la Capital Federal, La Perla en la provincia de Córdoba, y Mansión Seré en el conurbano bonaerense.

Sobre la base de ese informe, y una vez fracasado el intento de que fueran los propios militares los que juzgaran a los integrantes de sus filas por la inacción del Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas, se aplicó la ley Nº 23.077 de defensa de la democracia, sancionada por el nuevo Congreso, y el 22 de abril de 1985 comenzó ante la Cámara de Apelaciones en lo Criminal y Correccional Federal de la ciudad de Buenos Aires un juicio oral y público a los nueve miembros de las Juntas Militares acusados de cometer crímenes de lesa humanidad y graves violaciones de los derechos humanos.

El procedimiento era inédito y escapaba a la regla procesal vigente en materia penal, que consagraba el procedimiento escrito con una parte instructoria y otra de sentencia, ambas a cargo —en la jurisdicción federal- del mismo juez. El fiscal federal Julio Strassera, con la asistencia de Luis Moreno Ocampo, llevó adelante la acusación, sin permitirse la intervención de querellantes particulares. Tanto Strassera como los integrantes de la Cámara juzgadora habían ocupado cargos en el Poder Judicial durante la dictadura.

Para llevar adelante la causa, se seleccionaron más de 700 casos y alrededor de 800 testigos, y los testimonios recogidos sumaron 900 horas. Ello no agotaba siquiera la totalidad de los crímenes denunciados ante la CONADEP, pese a lo cual el juicio despertó un inusitado interés en la sociedad.

Las audiencias finalizaron el 14 de agosto de 1985, y el 9 de diciembre del mismo año la Cámara Federal dictó su fallo. Jorge Rafael Videla y Emilio Massera fueron condenados a prisión perpetua; Roberto Viola recibió una sentencia de 17 años de prisión; Armando Lambruschini una sentencia de 8 años de prisión, y a Orlando Agosti se lo condenó a cuatro años de prisión. Los otros miembros de las juntas (Leopoldo Fortunato Galtieri, Omar Graffigna, Jorge Anaya y Basilio Lami Dozo) fueron absueltos.

A esa primera y auspiciosa actividad estatal en la materia, la siguió la causa Nº 44, seguida contra el ex jefe policial de la provincia de Buenos Aires, Ramón J. A. Camps, y sus colaboradores. La sentencia dictada condenó a Ramón Camps a 25 años de reclusión; a Miguel Etchecolatz a 23 años de prisión; a Ovidio Ricchieri a 14 años de prisión; a Jorge Antonio Bergés a 6 años de prisión, y a Norberto Cozzanni a 4 años de prisión.

Sin embargo, la actividad del Estado en materia de juzgamiento de los crímenes del terrorismo de Estado prontamente sufrió graves retrocesos, con el dictado de las leyes de punto final Nº 23.492, y de obediencia debida Nº 23.521. Ambas normas consagraron un sistema que excluía de la acción de los tribunales a la mayoría de los responsables de los crímenes, en una suerte de amnistía parcial y encubierta por la que sólo quedaron condenados los sentenciados en las citadas causas Nº 13 y Nº 44.

Este cuadro se completó posteriormente con los indultos con los que Carlos Menem, entre fines de 1989 y principios de 1990, favoreció tanto a quienes ya habían recibido condenas cuanto a los que sólo revestían carácter de imputados. Más tarde, el decreto Nº 1.581/2001 dictado por Fernando de la Rúa impidió la extradición de los terroristas de Estado, requerida por tribunales de otros países que aplicaron el principio de la justicia universal en materia de violaciones a los derechos humanos. De ese modo, parecía cerrado el camino judicial para obtener la consagración de los principios de memoria, verdad y justicia, fundamento ético indispensable de un estado democrático.

La falta de investigación y procesamiento constituyó una violación del deber de garantía del Estado, impidió el conocimiento de la verdad y la obra de la justicia y la reparación y como tal quebrantó normas inderogables del bloque de constitucionalidad que emana de la Constitución Nacional y los instrumentos internacionales de derechos humanos dotados de jerarquía constitucional por el artículo 75 inciso 22 de la Ley Fundamental.

Pero el accionar de las víctimas sobrevivientes del genocidio argentino, los familiares de los asesinados y detenidos desaparecidos, los organismos de derechos humanos y un conjunto de abogados comprometidos, fue resquebrajando ese muro de la impunidad que sustentaban las leyes de obediencia debida y de punto final, los indultos y la cosa juzgada para los ex comandantes, y el decreto que rechazaba in limine los exhortos internacionales para impedir que actuara la justicia universal.

Un primer paso fue lograr que los tribunales de justicia reconocieran que la apropiación de menores y la sustitución de sus identidades no habían sido materia de juzgamiento de los ex comandantes, por lo cual era posible someterlos a procesos. Pero el vuelco sustantivo se produjo a partir del 25 de mayo de 2003, al asumir el presidente Néstor Kirchner y plantear como política emblemática de su gobierno la vigencia irrestricta de los derechos humanos como fundamento del Estado de derecho democrático.

Ese camino tuvo como piedra fundamental la anulación de las leyes de perdón, producida al sancionarse la ley Nº 25.779, que permitió la reapertura de los juicios que aquellas normas habían clausurado. Luego, llegaría la convalidación jurisdiccional de ello a través del fallo dictado por la Corte Suprema de Justicia de la Nación en la causa “Recurso de hecho deducido por la defensa de Julio Héctor Simón en la causa Simón, Julio Héctor y otros s/ privación ilegítima de la libertad, etc. –causa Nº 17.768–”, del 14 de junio de 2005, que declaró la inconstitucionalidad de tales leyes y las privó de todo efecto, al igual que a cualquier acto fundado en ellas que pueda oponerse al avance de los procesos que se instruyan, o al juzgamiento y eventual condena de los responsables, u obstaculizar en forma alguna las investigaciones llevadas a cabo por los canales procedentes y en el ámbito de sus respectivas competencias, por crímenes de lesa humanidad cometidos en el territorio de la Nación Argentina.

Del mismo modo, había sido derogado el decreto de De la Rúa, con lo cual quedaba también abierta la posibilidad de que, frente al requerimiento de tribunales de otros países, los imputados de crímenes de lesa humanidad pudieran ser extraditados.

El paso siguiente demostró la voluntad política del gobierno del presidente Kirchner y su decisión de llevar adelante el proceso de Memoria, Verdad y Justicia. El apoyo del Poder Ejecutivo se tradujo en la fuerte presencia de la Secretaría de Derechos Humanos en el proceso, no sólo aportando la prueba documental (un hito fundamental en este sentido fue la creación, el 16 de diciembre de 2003 por el decreto 1.259, del Archivo Nacional de la Memoria, que no sólo se convirtió en custodio de la base documental de la CONADEP y la recogida por la Secretaría de Derechos Humanos en años posteriores, sino acopiando más de dos millones de fojas que fueron digitalizadas y puestas a disposición de tribunales, querellantes e investigadores), base junto a los testimonios de los sobrevivientes de las acusaciones judiciales, sino asumiendo el rol de parte querellante (Decreto Nº 1.020 del 8 de agosto de 2006) en más de ochenta casos en todo el país, impulsando el avance de los procesos y reclamando la condena de los represores y su alojamiento en cárceles comunes. El Poder Ejecutivo Nacional entendió que los hechos cometidos hasta el 10 de diciembre de 1983 constituían graves delitos previstos por derecho penal internacional y configuraban violaciones a los derechos humanos. En este sentido, vale recordar que nuestra Constitución Nacional desde el año 1853 ha consagrado en el art. 118, además de otras cuestiones, la competencia extraterritorial de los tribunales penales argentinos frente a delitos contra el derecho de gentes. Los crímenes de derecho internacional son tales con independencia de que la legislación de un país los haya criminalizado o no; y en ese mismo sentido debe rechazarse, en el juzgamiento de ellos, la inmunidad que pudieran ostentar o los privilegios del que puedan gozar los jefes de Estado o de gobierno.

Con anterioridad al autoritarismo desatado en nuestro país en el período 1976/83, se encontraban vigentes la Declaración Americana de los Derechos y Deberes del Hombre –aprobada en la IX Conferencia Internacional Americana en la ciudad de Bogotá, Colombia, en 1948– y la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada y proclamada por la Asamblea General de Naciones Unidas en su Resolución 217 A (III) del 10 de diciembre de 1948. Con la misma concepción de defensa de los derechos humanos, se ratificó por decreto 6.268 del 09-04-1956 la Convención para la Prevención y la Sanción del Delito de Genocidio, por lo que desde nuestro sistema jurídico interno y de acuerdo con los compromisos internacionales asumidos, no puede argumentarse que existan impedimentos legales para la investigación, acusación, condena y ejecución de las penas que se impongan.

El Estado argentino, al otorgarle jerarquía constitucional, en el año 1994, a los instrumentos regionales e internacionales enumerados en el artículo 75 inciso 22 de la Constitución Nacional, estableció además un proceso constitucional flexible en materia de derechos humanos. Así en 1997 se otorgó jerarquía suprema por la ley 24.820 a la “Convención Interamericana Sobre Desaparición Forzada de Personas” y en el año 2003 por la ley 25.778 a la “Convención sobre la Imprescriptibilidad de los Crímenes de Guerra y de Lesa Humanidad”. En consecuencia, el Estado se obligó jurídicamente a no aceptar ni tolerar la impunidad normativa o fáctica, porque estaría violando el derecho penal internacional y el sistema del derecho internacional de los derechos humanos con rango constitucional.

Los crímenes de lesa humanidad que se investigan en el proceso de Memoria, Verdad y Justicia son de tamaña gravedad que el derecho penal internacional ha entendido que cuando ellos se ejecutan no sólo se violan los derechos de víctimas individuales, sino que por su magnitud ponen en riesgo a toda la humanidad y se vulnera, de esta manera, el derecho de gentes.

En este sentido, el derecho de gentes o ius cogens, de origen consuetudinario, tiene por fin la protección de valores supremos aceptados y reconocidos por la comunidad internacional y se caracteriza por obligar a todos sus miembros, sin admitir acuerdos de partes en contrario, a juzgar y castigar los crímenes de lesa humanidad.

La Convención Americana sobre Derechos Humanos y el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos –ambos con jerarquía constitucional–, se presentan como acuerdos internacionales según lo prescripto por el artículo 38 inciso 1 (a) del Estatuto de la Corte Internacional de Justicia —CIJ–, y por ello y en consonancia con la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados —artículos 11, 24, 27, 51, 53– el Estado no pueden desconocerlos, ya que de lo contrario se generaría responsabilidad del Estado ante la comunidad internacional.

En derecho internacional rige el principio nullum crime sine jure; principio que establece obligaciones directas no sólo para los Estados sino también para los individuos, a fin de evitar la impunidad de esos hechos de extrema gravedad, a menudo realizados desde el poder estatal o amparados por éste. Cabe recordar que el sistema jurídico nacional prevé, una vez agotada la jurisdicción doméstica, la posibilidad de que toda persona a la que se le han violado los derechos contenidos en los diferentes instrumentos internacionales, pueda acudir a la jurisdicción internacional —por ejemplo, la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos, etcétera. Estos organismos internacionales, en su competencia jurisdiccional, tienen la posibilidad de dictar sentencias contra los Estados partes, las que son definitivas e inapelables. En este sentido, el especial interés en la persecución e investigación de los delitos que mencionamos radica en que su falta de juzgamiento y castigo puede implicar sanciones internacionales al Estado Nacional.

Conforme este cuadro, el Poder Ejecutivo dictó el Decreto 1.020/06 (Publicado en el Boletín Oficial, página 7 con fecha 10-08-06), a raíz del cual la Secretaría de Derechos Humanos se presentó como parte querellante en más de ochenta juicios, en todo el país. La principal objeción que se le formuló fue que el órgano estatal presente obligatoriamente en todas las causas es el Ministerio Público Fiscal. Al respecto, si bien en nuestro sistema la acción penal está  en cabeza del Ministerio Público, las normas constitucionales —SECCIÓN CUARTA. Del Ministerio Público. Artículo 120 CN-, determinan que “el Ministerio Público es un órgano independiente con autonomía funcional y autarquía financiera, que tiene por función promover la actuación de la justicia en defensa de la legalidad, de los intereses generales de la sociedad, en coordinación con las demás autoridades de la República…”. De ello se desprende que el Ministerio Público es un órgano constitucional extra-poder de naturaleza colegiada, no depende del Poder Judicial, ni del Poder Ejecutivo y su función es la defensa de la ley y de los intereses de la sociedad; en consecuencia no representa al Poder Ejecutivo. Del artículo 120 de la CN queda claro que la autonomía funcional del Ministerio Público no es compatible con la representación del Estado como “fisco”, en orden a los intereses patrimoniales que como tal posee.

Tampoco es posible constitucionalmente que el Poder Ejecutivo le imparta instrucciones o mandatos porque el Ministerio Público no depende de él. Además este órgano extra-poder tiene facultades para que se maneje dentro del marco de “criterios razonables de oportunidad” para el ejercicio de la acción pública, por lo tanto puede no coincidir con los criterios jurídicos y políticos del Poder Ejecutivo. La presencia de la Secretaría de Derechos Humanos como parte querellante, fuertemente resistida por los imputados en las causas, ha sido aceptada por los tribunales y no cuestionada por la Corte (La primera presentación en un juicio oral y público fue en la causa seguida a Cristian Von Wernich, que terminó con la condena del mismo a reclusión perpetua en fallo confirmado por la CSJN).

De ese modo, las políticas de Estado instrumentadas desde que Néstor Kirchner proclamara ante la Asamblea General de las Naciones Unidas que los argentinos “somos hijos de las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo” comenzaron a dar respuesta al reclamo popular largamente sostenido por los organismos de Derechos Humanos, a punto tal que hoy es posible sostener que, más allá de los resultados que todavía deben obtenerse en cuanto a la condena de todos los responsables del terrorismo de Estado, no sólo militares sino también los civiles que participaron activamente, el reinado de la impunidad ha terminado en la Argentina. En ese sentido, es bueno señalar que tras las vacilaciones y demoras de muchos tribunales —en especial, de la Cámara de Casación Penal, que tuvo más de tres años sin resolver el expediente de la ESMA- desde 2008 los juicios comenzaron a ser resueltos con mayor rapidez. Esas demoras y vacilaciones bien podrían atribuirse al compromiso de algunos magistrados con el terrorismo de Estado: no resulta casual que Alfredo Bisordi, que presidía la Cámara de Casación, luego de ser denunciado por organismos de Derechos Humanos renunciara para asumir, casi inmediatamente, la defensa de Luis Abelardo Patti.

El avance ha sido tal que a diciembre de 2007 la cantidad de procesados ascendía a 358, de los cuales el 82% tenía dictada la prisión preventiva y el 18% estaba procesado sin prisión preventiva; existían 349 detenidos, de los cuales el 26% se encontraba alojado en unidades penitenciarias federales o provinciales, el 40% en lugares dependientes de fuerzas de seguridad federales o provinciales, el 30% en detención domiciliaria y el 4% en el exterior con pedidos de extradición.

Existían 81 procesados con causas elevadas a juicio oral y público y la cantidad de condenados ascendía a 41. Para la actualidad, la cantidad de procesados asciende a 820, de los cuales el 59,34% tiene dictada la prisión preventiva y el 30,66% se encuentra procesado sin prisión preventiva; existen 486 detenidos, de los cuales el 51,8% se encuentra alojado en unidades penitenciarias federales o provinciales, el 3,7% se encuentra alojado en dependencias de fuerzas de seguridad; el 42,4% se encuentra en detención domiciliaria, el 1,7% en lugares de atención médica y el 0,4% en el exterior con pedido de extradición. Los procesados con causas elevadas a juicio ascienden a 746 y el número de condenados suma 200 personas.

El propio Presidente de la CSJN, Ricardo Lorenzetti, ha expresado que los procesos por crímenes de lesa humanidad “no tienen vuelta atrás”, y que forman parte del contrato social de los argentinos. Del mismo modo, la Cámara de Diputados en votación unánime aprobó una declaración que consagra la política de Memoria, Verdad, Justicia y Reparación como política de Estado. De este modo, treinta y cinco años después del golpe genocida, la Argentina está  ganando su batalla contra la impunidad. •

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