Cualquiera que tengo unos años y buena memoria, viendo cómo se van desencadenando ciertos sucesos a medida que avanza el año electoral puede decir que esto ya lo vivió. Como si viviéramos atrapados en un tiempo que se repite inexorablemente cada tanto, otra vez vemos cómo un grupo de especuladores opera sobre el dólar para provocar corridas cambiarias que llevan a nuevos aumentos de precios que dan como resultado una escalada inflacionaria que parece indetenible. La historia sin fin, pero no aquella película de mediados de los 80 que supo encantar a chicos y grandes, sino una de terror que para peor no es una ficción sino la triste realidad.

Siempre es bueno ejercitar la memoria. Cuando terminaba el gobierno de Raúl Alfonsín, una serie de acciones emprendidas por quienes deseaban que el nacido en Chascomús se fuera de una vez trajeron como consecuencia la decisión de adelantar las elecciones, y frente a la derrota electoral, de entregar el poder antes de que concluyera el período fijado por nuestro ordenamiento legal en aquellos tiempos. Todo en medio de una hiperinflación que empobrecía cada día un poco más a la población, y con un condimento extra: el mismo economista que había estatizado la deuda externa privada en tiempos de la dictadura, fue a pedir a los centros financieros internacionales que no dieran más crédito a la Argentina.

La consecuencia de todas esas maniobras fue que el nuevo mandatario abandonara los principios del movimiento que lo llevó al poder y abrazara con fe de converso al neoliberalismo. Aquel economista que pidió sanciones contra el país llegó al Ministerio de Economía e instaló una ficción -la convertibilidad que equiparaba al peso con el dólar-, que por un tiempo le permitió frenar la escalada inflacionaria, pero que tuvo un altísimo precio para el país: las privatizaciones de las empresas públicas, el desguace del ferrocarril, la pérdida de derechos de los trabajadores disfrazada de flexibilización laboral, la destrucción del sistema de seguridad social entregado a las AFJP.

Con el viento a favor que le daba la ilusión de estabilidad, Carlos Menem acordó con Alfonsín la reforma constitucional que le permitió ser reelegido. Una reforma que vino, de alguna manera, a ordenar la situación que existía en torno a la Ley Fundamental, porque desde que en 1956 la dictadura fusiladora de Aramburu y Rojas derogara por decreto la Constitución vigente, el orden legal era al menos altamente cuestionable. La reforma nació limitada, porque Alfonsín y Menem acordaron que la parte dogmática de la Constitución -artículos 1 al 35-, no sería modificada. Esto causó diversos inconvenientes de técnica legislativa, que implicaron la inclusión de un capítulo con nuevos derechos y con mecanismos constitucionalizados como las acciones de amparo y de habeas corpus, y que dentro de las atribuciones del Congreso, en el inciso 22 del artículo 75, se otorgara jerarquía constitucional a un conjunto de instrumentos internacionales sobre derechos humanos.

La ficción del “uno a uno” comenzó a resquebrajarse cada vez más y aunque el riojano logró un segundo mandato, en las elecciones de 1999 se impuso una Alianza entre sectores del radicalismo, disidentes del peronismo y otros sectores. De la Rúa prometió mantener el uno a uno, pero la situación económica y social se deterioró cada vez con mayor rapidez, y los sectores que habían conformado la Alianza se fueron disgregando, con mayor énfasis desde la renuncia del vicepresidente Carlos Álvarez. Sin respuestas ante la crisis, De la Rúa designó al frente de la economía a Domingo Cavallo. La debacle financiera que no pudo ser detenida ni con la ayuda externa -que sólo logró un mayor endeudamiento-, terminó con el ”corralito” implantado por Cavallo que impedía retirar los depósitos de los particulares del sistema bancario, lo que llevó a innumerables protestas. Ni Cavallo ni Ricardo López Murphy, de muy breve gestión, lograron encauzar la economía. Solo quedó registrada la quita del 13% de sus ingresos a los jubilados, obra de la entonces ministra Patricia Bullrich.

La historia terminó con protestas generalizadas a las cuales el gobierno ordenó reprimir violentamente. Entre el 19 y el 20 de diciembre de 2001, más de treinta y cinco víctimas, en distintas partes del país fueron el resultado de la represión. Las Madres de Plaza de Mayo que se habían unido a quienes reclamaban fueron agredidas, y hasta la jueza federal Servini de Cubría sufrió las consecuencias de los gases disparados por las fuerzas de seguridad. De la Rúa renunció y el vacío de poder subsiguiente solo encontró un cauce menos caótico con la asunción de la presidencia por Eduardo Alberto Duhalde, designado interinamente por la Asamblea Legislativa el 2 de enero de 2002.

La crisis continuó con vaivenes hasta el llamado a elecciones del 27 de abril de 2003. Néstor Kirchner -que había salido segundo en la compulsa-, terminó por ser consagrado presidente ante la deserción de Carlos Menem que prefirió evitar lo que se vaticinaba como una segura derrota en el ballotage. El 25 de mayo de 2003 el santacruceño asumía la presidencia invitando al pueblo a compartir un sueño. Ubicó como centro de su acción de gobierno a los derechos humanos. Lo demás es historia reciente: los doce años de gobierno kirchnerista (a Néstor lo sucedió en 2007 su esposa Cristina Fernández, reelecta en 2011) se tradujeron en hechos como la reapertura del Proceso de Memoria, Verdad y Justicia, el pago al FMI, el acuerdo de refinanciamiento de la deuda, y una serie de leyes consagratorias de derechos (migraciones, protección integral de la niñez y la adolescencia, matrimonio igualitario, identidad de género, trata de personas, reforma del Código Civil, entre otras).

Después vino el endeudador serial a destruir lo que se había logrado construir con tanto esfuerzo. Entre siesta y siesta, en el espacio entre una serie de Netflix y otra, el ingeniero sin ingenio se entregó de pies y manos al FMI y la deuda externa creció, durante su mandato del 6% del PBI al 20%, lo que significó incrementarla en u$s 100.000 millones, de los cuales u$s 20.000 millones fueron emitidos en bonos para cubrir deudas anteriores. De la mano de Luis Caputo, libró bonos de deuda con vencimiento a cien años. Un siglo de deuda, con beneficios asegurados para los fondos de inversión internacionales.

Perdón por los datos históricos, pero hacer memoria siempre es necesario. Desde que Alberto Fernández asumió el gobierno en diciembre de 2019, la pregunta central que su administración debe responder (todavía) es qué hacer con la deuda. Hasta ahora, no tiene mucho para ofrecer. Más allá de sus reiteradas manifestaciones acerca de que iba a privilegiar la situación interna sobre los intereses de los centros internacionales de financiamiento, lo cierto es que el acuerdo tejido por Martín Guzmán es uno más de los que el FMI impone a sus deudores. Un programa de ajustes, más o menos disfrazados, y de cumplimiento prácticamente imposible.

En ese escenario, en el año marcado para la competencia electoral, el manejo de la economía se torna en la variable que puede inclinar la balanza hacia un lado u otro. Ninguno de los actores políticos lo ignora. El gobierno aparece débil, casi sin respuestas y con innegables diferencias entre los sectores que componen el frente que triunfó en 2019. La principal oposición ya no oculta sus fisuras internas y la aparición de un tercer actor, que entre alaridos desaforados y propuestas disparatadas ha ganado la atención de los medios hegemónicos, siempre proclives a mirar con simpatía a un exponente de la derecha, aporta un poco más de desconcierto a la política argentina.

La Tribuna de Doctrina -y su socio el clarinete mentiroso-, en todos estos años no han sido indiferentes a estos hechos. Si celebraron el triunfo de Alfonsín en 1983 fue porque el peronismo había sido derrotado, no porque las propuestas del dirigente radical los entusiasmaran. Basta recordar el discurso pronunciado el 13 de febrero de 1987: “Yo les pido que vean el Clarín, que se especializa en titular de una manera definida, como si realmente quisiera hacerle caer la fe y la esperanza al pueblo argentino… Sabemos que es un opositor acérrimo y no nos interesa. Sabemos que es también un tipo de artículo que aparece cotidianamente en el diario. Pero léanlo, porque de la manera falaz que está presentada la noticia de una disminución de la desocupación en la Argentina, es un ejemplo vivo contra lo que tenemos que luchar los argentinos”.

El ascenso de Menem al poder fue mirado con recelo por el origen peronista del riojano. Pero Clarín pronto se vio beneficiado cuando al modificar el artículo 45 de la llamada ley de radiodifusión dictada por Videla y Martínez de Hoz, el nuevo gobernante permitió al grupo hacerse de Canal 13 y construir el más grande multimedio de la Argentina. Y para LA NACIÓN la adopción del credo neoliberal y las medidas económicas tomadas en consecuencia fueron celebradas, aunque discretamente por los resabios populistas de los que el patilludo riojano no lograba desprenderse. Domingo Cavallo fue -y es-, un economista respetado y consultado por el pasquín de los Mitre-Saguier, cuyas páginas están siempre dispuestas a repetir sus opiniones (ver por ejemplo las ediciones del 11/02/2023, 27/02/2023, 07/03/2023, 03/04/2023 y 15/04/2023).

Con Néstor Kirchner la cosa fue distinta. Ni bien triunfante el santacruceño, el editorialista más notorio de LA NACIÓN, José Claudio Escribano, le hizo llegar su pliego de condiciones: “alineamiento incondicional con los Estados Unidos, no más revisiones sobre la lucha contra la subversión, reivindicación del desempeño de las Fuerzas Armadas en el contexto histórico en el que les tocó actuar, acuerdo con los empresarios, crítica a Cuba, mejor sistema de control del delito y tranquilidad para las fuerzas del orden con medidas excepcionales de seguridad”.

El no acatamiento del kirchnerismo a tales condiciones se tradujo en enemistad manifiesta, mucho más cuando estalló el conflicto con las entidades empresariales agropecuarias en 2008. Cabe recordar que tanto Clarín como LA NACIÓN son socios, junto con la Sociedad Rural, del mayor emprendimiento de negocios agropecuarios de la región, EXPOAGRO. De allí en más la lucha contra el odiado populismo fue sin cuartel. Las más disparatadas acusaciones contra cualquier funcionario, de Cristina para abajo, fueron reproducidas hasta el cansancio como si se tratara de las palabras del Mesías. La derrota de diciembre de 2015 fue bálsamo para los oídos de los apropiadores de Papel Prensa, y una editorial del diario de don Bartolo advertía el 23/11/2015: “La elección de un nuevo gobierno es momento propicio para terminar con las mentiras sobre los años 70 y las actuales violaciones de los derechos humanos”. Por si esto fuera poco, agregaba: “Ha llegado la hora de poner las cosas en su lugar. Debatir que quienes sembraron la anarquía en el país y destruyeron vidas y bienes no pueden gozar por más tiempo de un reconocimiento histórico cuya gestación se fundó en la necesidad práctica de los Kirchner de contar en 2003 con alguna bandera de contenido emocional” y remataba “La cultura de la venganza ha sido predicada en medios de difusión del Estado y en las escuelas habituadas a seguir las pautas históricas nada confiables del kirchnerismo”.

Cuando para desgracia de LA NACIÓN perdió las elecciones de 2019 su candidato mimado, el mismo que al asumir el gobierno no tardó en proteger al clarinete mentiroso y su multimedios derogando por decreto los aspectos sustanciales de la ley de servicios de comunicación audiovisual, hubo nuevas advertencias. La editorial del 28/10/2019 (Por una Argentina que incluya a todos) marcaba cuál debería ser el rumbo correcto para Alberto Fernández: “Esa convivencia interna entre sectores con intereses disímiles en el próximo gobierno será clave para saber si soplarán verdaderos vientos de recuperación y crecimiento o se impondrán las vetustas y destructivas ideas de un populismo que en el mundo no ha hecho más que oprimir, castigar y, ciertamente, involucionar”. Agregaba: “Fernández deberá preocuparse por brindar señales claras de su voluntad superadora de la indeseable grieta que su propio sector partidario ayudó a cavar de manera profunda y constante”. No faltaron las alusiones a mantener viva la persecución judicial a Cristina, sus familiares y funcionarios, ni la conminación a no cambiar el rumbo de la política exterior: “Tiene que empezar hoy mismo, y no solo apuntando a la platea interna, sino también al contexto internacional, en el que el gobierno de Mauricio Macri ha logrado reinsertar a la Argentina”.

Alberto no le hizo caso a las advertencias de LA NACIÓN. Desde el mismo comienzo de su gestión, prontamente enfrentada al hecho inesperado y trágico de la pandemia del COVID19, los escribas del mitrismo lo acribillaron a acusaciones de lo más variadas, la más común de ellas es ser un títere de la voluntad perversa de la Reina Maléfica. Los logros que pudo exhibir en la lucha contra el virus no le fueron reconocidos, y los cambios de rumbo en otros aspectos no generaron más que críticas.

Es cierto que el Presidente tampoco cumplió con las expectativas que su triunfo electoral habían generado en sus votantes. El exceso de verborragia y la poca efectividad de sus decisiones, las muchas declaraciones y promesas no avaladas por los hechos, no solo llevaron desilusión a su electorado -gran parte del cual lo abandonó en las legislativas del 2021-, sino que ofrecieron muchos y variados flancos para los ataques contra su persona y su gestión.

El descalabro económico -previsible tras el acuerdo de Martín Guzmán con el FMI-, agravado por situaciones internacionales (la guerra entre Rusia y Ucrania) y fenómenos climáticos imprevisibles (la mayor sequía en muchos años), no lo ayudaron. Terminó renunciando al sueño de la reelección. Entonces sus adversarios, envalentonados, recurrieron a las viejas recetas y lanzaron un fuerte ataque especulativo sobre el dólar, provocando corridas cambiarias alimentadas por falsas noticias desparramadas por agencias financieras dirigidas por personajes notoriamente vinculados con la oposición, y agravadas cuando tres funcionarios macristas le reclamaron al FMI que suspenda los aportes a la Argentina.

La historia sin fin, otra vez. Pero no todo está perdido. El gobierno posee herramientas para actuar (como no lo ha hecho hasta ahora). El decreto 480/95 aprobó el ordenamiento de la Ley Nº 19.359 que estableció el Régimen Penal Cambiario. La norma impone sanciones que pueden llegar a penas de prisión para quienes incurran en alguna de estas conductas: negociaciones u operaciones realizadas por fuera de las instituciones autorizadas para efectuar dichas operaciones; falsas declaraciones relacionadas con las operaciones de cambio; no rectificar y reajustar las operaciones que resultasen distintas de las denunciadas; realizar operaciones de cambio fuera de la cantidad, moneda o tipo de cotización, en los plazos y demás condiciones establecidos por las normas en vigor; y todo acto u omisión que infrinja las normas sobre el régimen de cambios.

Es el Banco Central el que establece las normas para los operadores de cambio. Por citar solo un ejemplo, si alguna agencia poseyera empleados que ofrecen sus servicios en la vía pública los mismos deberán estar debidamente identificadas mediante elementos que las asocien inequívocamente a dicho operador –tales como pechera, gorra, cartel, etc.

Es claro que existen mecanismos para combatir la especulación y hasta se podría pensar si pedir que se interrumpa el flujo de fondos del FMI no sería una forma de ejecutar un hecho dirigido a someter total o parcialmente la Nación al dominio extranjero o por lo menos, a menoscabar su independencia o integridad, y por ende constitutivos del delito de traición a la patria en los términos del art. 215 del Código Penal. Lo que no es claro es que exista la voluntad de tomar alguna de las medias correspondientes.

¿Será que se puede cambiar la película o estamos, de nuevo, en la historia sin fin?

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